Yo creo en mi país porque de él y ella nací, crecí y sobretodo viví. Nací con él y ella, desde que lancé mi primer suspiro y he muerto con él y ella hasta cuando nos olividábamos de dónde éramos.
Siempre una sinergia de lo que él y ella quieren de mí como de lo que yo quiero de él y de ella.

Me duelen mucho sus achaques de bebé, de niño, de niña, de adolescente, de hombre, de mujer, de anciano, de anciana, de animal, de ciudad desarrollada, de ciudad populosa, de ciudad desigual, de ciudad marginada, de ciudad marítima, de ciudad callejera, de ciudad gatuna, de ciudad basura, de ciudad mezquindad, de ciudad desigual.

Pero a su vez me honora su sencillez, su forma altanera, su manera multiforme, obscena y risueña de quererme.

Me honro saber que pertenezco acá y me abomina encontrarme en está interperie que es inigualable e incontrastable.

Mi país es grasa y frescura como también desfachatez y sangre. Es mi llamada pasión , como también mi querido amor.

Yo creo en mi país, en lo que ofrecía, ofrece, ofreció y no ofreció. Soy intuitiva con su sufrimiento, pero conozco su piel, su sangre, el enigma de su latir, el enigma de su orgullo y por qué no, el enigma de sus inconstancias.
Sabe caminar, sabe desfallacer, sabe granputear.

Yo confío en mi país, por eso confío en mis pasos inciertos, en mi alma , en mi cuerpo, en el “dominus” que hago de está posesión ilimitada, por lo que creo y sueño; por lo que camino y caigo, por lo que me lamento y escribo, por lo que trabajo y conozco, por lo que siento y anhelo, por lo que desgrano y engrano.

Yo extraño a mi país, desde adentro hacia afuera y como siempre lo quise decir en medio del mundo entero, desde mis afueras hacia adentro.