EL COLOR DE LOS PEZONES DE MI MADRE ®
El calor es distinto. En África se sentía dulce, resbalaba por la piel y se enjuagaba con el agua, siempre disponible en ríos, lagos y hasta en las hojas de los árboles. Aquí también estaría, e incluso la escucho tentadora, cercana e inalcanzable. El calor huele. Huele a este lugar donde antes otros hombres han sido encerrados como yo, durante períodos que dependen no sé de qué, supongo que de las leyes trazadas por ese dios que ellos dicen que se escribe con mayúscula. Pero yo no sé escribir y sólo reconozco a los dioses que dejé en mi tribu y sentí alejarse a medida que el galeón atravesaba el mar.
En el galeón también había calor. Y también era y olía distinto, porque se combinaba con el sudor del miedo y con los vómitos apelmazados en las tablas de ese y otros viajes. Los grilletes hervían y llagaban los tobillos y las muñecas. Y otros olores a podrido se posaban en el aire e inundaban las fosas nasales. Para los muertos no había fosas ni ceremonias, con los nuestros o con su dios. Simplemente nos obligaban a izarlos para tirarlos al mar, sin importarles que nos gotearan sus fluidos descompuestos, ni siquiera porque así arriesgaban más sus ganancias para cuando llegáramos a América. No sabíamos qué era América. Pero acá llegamos.
Fuimos recibidos por decenas de hombres armados con arcabuces y lanzas que a veces nos enterraban, de a poquito, en los costados. Yo tengo una cicatriz, pequeña, en la parte izquierda. Cuando me enterraron la punta caliente de la lanza, me dolió. Me ardió. Y me produjo una rabia inmensa, que no he podido dejar. Por eso estoy aquí, ahora. A pesar de que nos esperaba, también, un hombre llamado Pedro. No sé si es el mismo sobre el que dicen que construyeron una iglesia, pero no creo, porque esa iglesia permite que nos maltraten y nos maten, y este Pedro nos recibía bien. Al menos nos daba agua dulce e impedía que nos maltrataran más. Era en un sitio llamado Cartagena, luego supe el nombre. Yo pude conocer más a ese hombre, pues él exigió atenderme la herida, y así logré recuperarme un poco. Y bañarme.
Nos separaron, a medida que nos vendían. Fui de los últimos, pese a ser joven y fuerte. Pero la herida en el costado aún dejaba escapar, lento, viscoso, un hilillo de sangre. Me gustó verla. Sentir un cosquilleo mientras bajaba a la cintura, mojaba la tela que apenas cubría mi sexo y después se escurría por la ingle a la pierna. Formó un charquito en la tarima donde nos exhibían. No sé cuánto valí, pero el hombre al que me obligan a decirle amo, dice que mucho. Pero estoy seguro de que pagó menos de lo que valgo. En monedas, al menos. El viajó a caballo y nosotros a pie. Éramos ocho, yo iba último, seguro creían que si me moría en el camino, los demás podrían seguir con sólo zafarme los grilletes. Pero resistí, alimentado por el odio. Hablábamos idiomas diferentes, por lo que marchábamos en silencio. Sólo entendíamos la palabra negros, en medio de los gritos de los guardias. Esa palabra que, llevada a mi lengua, significaba el color de los pezones de mi madre, de los carbones al día siguiente a una fogata, de los remolinos en el agua turbulenta en una noche sin luna.
Sin embargo, me gustó llegar a la plantación. No se veía, pero se oía. Primero fue el pequeño rumor de un tum tum acompasado; después, el sonido hueco de un árbol tumbado en la selva, al mismo ritmo con el que eran tocados los tambores en mi tierra para recibir a los guerreros en la victoria. Es el mismo sonido que he escuchado desde cuando me encerraron en este sitio, es el mismo ritmo que se le impone a mi corazón para que siga latiendo. Entendí que era la señal de que alguien de mi propia tribu, capturado quién sabe cuánto tiempo antes, era sometido a estos suplicios y soportaba con dignidad la agonía. Tres días después los encontré. Eran un hombre casi anciano y un adolescente, a quienes reconocí pronto, pese a haberlos dejado de ver dos años antes, repentinamente, sin explicación. Los cazaron con el mismo método que emplearon conmigo, aunque con ellos fue más fácil, por sus edades. Quien les opuso la misma resistencia que yo, fue la mujer a quien aquí llaman Teresa, de un clan hermano, cerca a nuestra aldea. En las noches nos reuníamos y me pedían que les contara historias recientes del África remota. Yo preferiría quedarme sin saber nada, absolutamente nada, de mi gente, con tal de que otro hermano no sea cazado y traído con cadenas. Pero sé que otras historias serán contadas.
He visto ya tres lunas llenas desde cuando estoy en este alpende, muriéndome de pensamientos y de soledad. Cuando pueden, golpean con amor la corteza del árbol convertido en cientos de tambores. Anoche hubo silencio y sólo escuchaba el recuerdo de voces que se quedaron allá, y no logro reproducirlas igual.
No me arrepiento de estar acá. O de las razones por las cuales me trajeron. Nunca podría haber permitido que el hijo del blanco pellizcara los pezones negros de Teresa. Recuerdo que lo empujé, en medio de un grito como los que dábamos antes de ir a la batalla. Estaba en medio de tres guardias que lo custodiaban, pero me le abalancé. Vi el brillo de los ojos agradecidos de ella y oí el chillido de horror de los blancos. Desperté aquí y aquí estoy.
Ya viene. Es exactamente a esta hora, cuando viene. Coquetea por entre las hojas del árbol y, al final, penetra por entre dos tablas. Delgadito, casi tímido. Hoy le corresponde el turno al tobillo derecho. Un rato, apenas. Cuando se vuelve a ir, y si se acuerdan, me traen algo de agua y comida. Aquí está, calentándome esa parte, que se encarga de recibir la energía para repartirla a todo el cuerpo. Sería más fácil poner un brazo, y ya. Pero no puede ser que, por falta de la luz directa del sol, me vuelva blanco, como ellos. A veces me tocó asumir unas posiciones ridículas, hasta graciosas, como cuando fue el turno del cuello o de las nalgas. Con el tobillo es fácil: mezo el pie de un lado a otro, guardando el equilibrio, pues perdería un segundo de sol y eso no puede ser. Ese calor sí es delicioso. No sé cómo explicarlo, pero es un calor refrescante. Ya se fue, otra vez. Mañana le tocaría al tobillo izquierdo, no se me puede olvidar. Voy a repetirlo varias veces, el tobillo izquierdo, el tobillo izquierdo, porque como pienso tantas cosas durante el día y la noche, se me pueden borrar los turnos y quedarme blanca alguna parte del cuerpo. Pero no sé si alcanzaré, pues mañana me matarán, como ejemplo para que otros negros no se rebelen. Ojalá lo hagan después del medio día, para que alcance a tocarle un poco de sol al tobillo izquierdo, y morirme todo negro, con el color de los pezones de mi madre.
Javier Correa Correa
Bogotá, 31 de enero de 2002
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