“¡Nos desleímos de ternura ante uncrucifijo de madera,
mientras pisoteamos y desvalijamos sin escrúpulos
al Cristo vivo que pasa junto a nosotros!...
Es hora de revisar nuestra manera
de entender el cristianismo”.
Madre Teresa de Calcuta
Las historias y milagros de los que los devotos del Niño Dios de Pumarume hablan, parecen exagerados; tan exagerados que incrédulos podrían decir: han sido extraídos de algún libro de cuentos.
En realidad, los hechos que se le atribuyen al Niño Dios de Pumarume, son verdades que adornan el aura que rodea la efigie y robustecen la fe y costumbres de un pueblo profundamente católico.
Don Teobaldo
Aseguran los viejitos de nuestro pueblo, que con los dedos de las manos y hasta de los pies, el Niño Dios de Pumarume cuenta, con preocupación, el pasar de los días del mes de noviembre y de los días del mes de diciembre.
Sus ojos, narran los ancianos, en esos meses, se llenan de angustia y desesperación. Y es que, cada vez que el mes de enero se acerca, se acercan también al Niño las más grandes responsabilidades; ya que los catorce o más días de novenas y misas que lo esperan, están llenas de ruegos y pedidos que, por intermedio de oraciones, penitencias y regalos, los feligreses hacen.
En esos días de ansiedad, agregan los señores de pelo blanco, el Niño Dios de Pumarume, se prepara para salir en las noches, ni bien la señora encargada de su cuidado termina de hacer limpieza y de cerrar la puerta. Dicen que se disfraza de mendigo y se dirige a pedir limosna o trabajo, tocando las puertas de las casas de todo celendino, po más lejos que éste se encuentre de su tierra. El Niño, explican, desea ver con sus propios ojos el verdadero comportamiento de sus feligreses, principalmente de los que llegan a su fiesta de mayordomos, henchidos de fe y arrepentidos hasta de sus más inocentes mentirillas.
Cuentan los cochitos que lñejos muy lejos de Celendín, en una elegante residencia limeña, vivía don Teobaldo; un señor ricachón y avaro que atendía personalmente sus negocios. El Niño Dios de Pumarume, afirman, llegó a este lugar, una noche de diciembre, cuando el viejo estaba a punto de ordenar que cierren las puertas de su elegante establecimiento; en ese momentos el Niño no llevaba la fina capa de terciopelo adornada con bordes escarlata, ni limpios los ensortijados cabellos de oro fino, ni su carita lucía fresca como pétalo de rosa en primavera, ni sus ojos azules y dulces irradiaban alegría, ni su boquita de carmesí sonreía. Solo iba cargado de poncho, flauta, tambor y un mate para las propinas y el pan; su cara era la de un huérfano con los cachetes mugrientos y el pelo seboso y desordenado.
–Una limosnita para este pobre niño por amor de Dios –dijo el mendigo comenzando a tocar su flauta y tambor a la vez. Había olvidado ya aquel silbido celestial, dulce y armonioso que, en su pueblo, sus finos labios emitían ya entre matorrales y maizales o ya a orillas del río Chacarume; convirtiendo hasta a los corazones más duros en blandos y bondadosos.
Don Teobaldo, como siempre, acostumbrado a estos tratos, con desprecio y de un empujón, tiró al suelo al mendigo. El tambor y la flauta rodaron por el piso y fueron atropellados por un vehículo que a toda velocidad circulaba en ese instante.
En niño mendigo se levantó con el cuerpo adolorido, y sin importarle la actitud del ricachón, ni la pérdida de su tambor y de su flauta, se dirigió de nuevo al viejo tratando de convencerlo.
–Señor, puedo ayudar en la limpieza de su casa, puedo hacer lo que usted me ordene y una limosna no le hará pobre ni a mí me convertirá en rico.
Más furioso que antes, don Teobaldo, quiso repetir el manazo pero una fuerza extraña lo detuvo, y solo miró con odio infinito al niño disfrazado.
Las miradas de ambos se cruzaron por varios segundos y sus caras quedaron grabadas en sus respectivas retinas.
Esa misma noche, afirman los pocos que escucharon esta historia, al viejo avaro se le incendió el establecimiento; y cuando, a los minutos, llegaron los bomberos, el fuego se había extinguido dejando boquiabiertos a propios y extraños, porque las tiendas vecinas se encontraban intactas y solo la de don Teobaldo estaba convertida en cenizas.
El avaro millonario quedó en la completa misería. Tenía tantas deeudas que los bancos embargaron su casa y otras propiedades, y tuvo que retirarse a vivir en un departamento alquilado, sin sirvienta, guachimán, nio mayordomo. Pero, pasaron los días y como es común en estos casos, al llegar el mes de enero, el ricachón se hizo nombrar mayordomo del Niño Dios de Pumarume y viajó a la provincia con los “copetudos” aires de siempre.
Llegó a Celendín el primero de enero y recién el catorce, después de haberse paseado muy orondo por la ciudad, subbió por las calles de San Cayetano, llegó hasta las faldas del cero “Pilco”, e ingresó a la capilla del Niño Dios de Pumarume y se arrodilló bajo su altar implorándole justicia. Como nadie sabía de su desgracia, don Teobaldo, sin remordimientos, ni sonrojos, ni Aves Marías, ni Padres Nuestros, quería que el Niño le haga el milagro de recuperar sus riquezas, sucediendo lo que tenía que suceder: Cuando don Teobaldo levantó la cabeza, la cara de aquél mendigo humillado se encontraba allí, bajo el altar de su capilla humilde. Fue muy tarde ya cuando empezó a rezar, ofreció su penitencia y prometió el más caro de los regalos.
Don Teobaldo regresó a su pequeño departamento sin hablar con nadie de su experiencia. Pero, cuando el viejo murió, se supo de esta lamentable historia, porque antes de que falleciera le contó a su esposa quien, a su vez, contó en el velorio del ex ricachón, dondo asistieron muy pocos y no hubieron lágrimas que humedezcan mejillas.
|