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¡CANDELA!



Siempre que en los meses de este suave invierno a que afortunada o desgraciadamente nos condena el trópico, distingo en la calle a alguien que para calentar su cuerpo sacó del ropero un abrigo punzó con rayas blancas en las mangas, mi imaginación escapa hasta el centro de Europa, y me trae al presente una céntrica plaza del Budapest de los años ochenta, con grupos de cubanas vestidas como de uniforme y gritando de admiración ante la vidriera de una tienda.

Luego, una de ellas se vuelve y dirige el rostro al cielo. Es Gisela, quien momentáneamente dejó de interesarse por ropas y comidas para contemplar extasiada el revoloteo de los copos de nieve que han comenzado a caer sobre ella.

Al evocarla, irremediablemente evoco también a Fernando, mi gran amigo de esos años, con su sonrisa siempre seductora, y con aquella extraña mirada que ponía fin a la paz de cualquier mujer. Se torna entonces muy clara en mi memoria la historia de amor o desamor que los unió a ambos, y que terminó finalmente con el regreso de ella a Cuba. Aunque en los papeles sólo escribieron problemas psiquiátricos, a todos los que allí estábamos nos consta que el verdadero motivo estuvo dado por un escándalo que pudo haber terminado en tragedia, y donde una botella de vodka y una caja de fósforos estuvieron a punto de convertirse en armas homicidas.

Se conocieron en uno de los "discos" o fiestas que cada sábado se organizaban -o desorganizaban- en los albergues de cubanas. Aquella vieja historia de que los europeos se desvivían por la piel oscura, allí no parecía funcionar; por lo que más de doscientas muchachas -trabajadoras de fábricas textiles- con las caras muy pintadas y el desriz hecho desde por la tarde, pugnaban por conquistar a las dos decenas de cubanos estudiantes, que disfrutando la ventaja, tragaban unas tras otras las cervezas a que eran convidados.

La música era estridente y mal grabada. Madonna estaba de moda, y cada vez que repetía el estribillo en español de su canción "La isla bonita", las cubanas brincaban eufóricas. Desconociendo totalmente a qué lugar se refería la cantante, gritaban "¡Cuba! ¡Cuba! y los ojos se les humedecían de nostalgia.

Gisela tuvo la suerte de que Fernando la prefiriera a ella. Con toda libertad él examinó sus pezones, la besó en la boca, y le pidió que le abriera la portañuela. Ella lo arrastró hasta un rincón junto al baño. Debía mostrarse experta. De lo contrario, corría el riesgo de que otra le arrebatara el botín.

Se arrodilló ante él y estuvo sobando su virilidad hasta arrancarle quejidos de satisfacción, sin sospechar que unas horas más tardes sus vicios se harían públicos, y entre los estudiantes iba a ser bautizada con el mote de "ternera".

Comenzó a visitar el colegio los fines de semana, cuando Csába, el húngaro que compartía la habitación con Fernando, viajaba a su casa. Si la portera de turno era "la tía americana", entonces las cosas marchaban bien. La gruesa señora adoraba a los cubanos por el solo hecho de vivir tan cerca de los Estados Unidos, país al que habían emigrado sus dos hijos. Con unos cuantos centavos de propina, se olvidaba de velar por todo lo que rompiera la disciplina en el interior del edificio.

Los otros tres porteros eran insobornables, y para evitar ser vista por ellos, Gisela solía permanecer dos días seguidos encerrada en la habitación. En ese tiempo, Fernando se movía libremente por la ciudad, atendiendo otros pedidos carnales. Ella se quedaba en la cocina, preparando la cena con ingredientes que salían de los ahorros con los cuales pensó alguna vez comprar la moto que en cada carta su hermano le reclamaba desde Cuba. A petición de Fernando, cocinaba no sólo para él, sino también para todos nosotros, que rezábamos para que aquel raro romance no terminara nunca.

Jamás salían juntos. Fernando la deseaba en la cama, sitio donde ella era insuperable. Pero se avergonzaba de que los húngaros lo vieran caminar al lado de una mulata, que según él, era bruta, escandalosa y vulgar.

La primera vez que entró a la habitación venía vestida como para una fiesta. Hasta traía un moño levantado a base de laca y adornado con una flor plástica. Nerviosamente, su mirada recorrió todo el lugar, deteniéndose en la foto de Ernest Hemingway que Csába tenía colgada encima de su cama. Con toda la ingenuidad del mundo le preguntó a Fernando:

-¿Ese viejo es tu papá?

Y la carcajada de burla, contenida hasta ese momento, estalló no sólo de las gargantas cubanas, sino de las de un costarricense y una húngara amiga que entendía perfectamente el español.

Los lunes, apenas amanecía, Gisela acompañaba a Fernando hasta el balcón de la biblioteca situada en el primer piso. Con el auxilio de una sábana, él la hacía descender hasta el suelo, mientras el viento alborotaba su pelo duro de mulata, abriéndolo como un abanico. Fernando, con las chancletas entre la nieve del balcón sostenía la sábana y constantemente la mandaba a callar, pues ella gritaba de miedo al verse suspendida a más de un metro de la tierra firme. Las personas que a aquella hora esperaban el ómnibus, miraban extrañados la escena, sin entender qué podía hacer una mulata escapando como un prisionero de un colegio universitario.

Pero el amor es así, y muchas veces no está exento de humillaciones; sobre todo si se trata de un amor no correspondido.

La noche del suceso Fernando había salido desde por la tarde. Era su cumpleaños, y tenía otras urgencias que cumplir en el corazón de la urbe. Gisela se quedó como siempre junto al fogón, preparándolo todo para la fiesta de por la noche.

Cuando él apareció, con sólo mirarle a los ojos Gisela pudo darse cuenta de que estaba borracho. Poseída de un ataque de celos comenzó a reclamarle, pero él la tomó con fuerza por los hombros y la hizo arrodillarse ante su portañuela. Sacó el miembro y como era ya habitual, la obligó a introducírselo en la boca. Ella notó primero el hedor, y más tarde el sabor.

-¡Maricón! ¡Dios mío! ¡Tienes el rabo embarrado de mierda! -gritó desesperada, mientras escupía el piso.

Sacando fuerzas de la soberbia, lo empujó contra la cama, y buscó con la mirada algo para golpearlo. Vio la botella de vodka que esa misma mañana había robado en el mercado, y haciendo gala de una puntería insospechada la estrelló fuertemente contra su cabeza.

Fernando se desmayó, y comenzó a sangrar. Pero ella no lo veía. Sus sentidos estaban nublados por el dolor y el asco.

-¡Candela! ¡Te voy a dar candela, hijo de puta! -gritaba.

Los húngaros acudieron en masa al oir el escándalo. "Candela, candela" trataban de repetir divertidos y con su peculiar acento, la frase que venía de la habitación. Pero cuando se dieron cuenta de que la discusión era seria, y que las sábanas de la cama habían comenzado a arder, la diversión se transformó en terror. Por suerte, en medio de la confusión, uno de ellos atinó a tomar el extintor que desde hacía años descansaba ocioso en una esquina del pasillo.

La habitación se llenó de espuma. A Gisela la sacaron presa aún de su ataque de histeria. "¡Candela! ¡Candela!", no dejaba de repetir mientras tres hombres la conducían escaleras abajo. Fernando comenzaba entonces a recuperar la conciencia.

La dirección del colegio expulsó a la tía americana. La embajada cubana hizo lo mismo con Gisela y Fernando. Sólo que él jamás llegó a La Habana. Cuando el avión hizo escala técnica en la isla canadiense de Gander, se escabulló hasta el baño del aeropuerto. En una puerta descubrió un pene gigante dibujado a lápiz, y junto a él un cartel: "Por aquí pasó Armandito, el sabroso de Santa Clara". Esta obra, sin dudas de alguno de sus compatriotas, lo hizo vacilar un instante. También él era de esa ciudad. Pensó en sus padres, y en la maleta con regalos que serían decomisados si decidía exilarse. "Con el trabajo que me costó comprar todo eso" se dijo en un suspiro, pero ni siquiera esto lo hizo volverse atrás.

Diez años han pasado desde entonces. Según los padres, a quienes visito con cierta regularidad, poco tiempo después de pedir el asilo político, Fernando se unió en matrimonio a una canadiense. Los he visto en fotos. También a sus dos hijos, y a la hermosa casa con techo a dos aguas que están pagando en un lujoso barrio de Toronto. En la última carta, mandan a decir que esta primavera piensan hacer turismo en Cuba.

Gisela por su parte, volvió a enamorarse perdidamente en cuanto pisó tierra cubana. Pero tampoco esta vez fue correspondida. El novio, luego de un romance que duró algunos meses, la abandonó al saber que estaba embarazada. En venganza, ella se encerró en el cuarto de desahogo que tenía su madre al final del patio, y tentada de nuevo por el reino de Lucifer, terminó sus días entregándose voluntariamente al fragor de una candela.


Texto agregado el 24-02-2015, y leído por 184 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-02-2015 Me encantó una vez más tu narrativa, es muy visual(como ver una película) porque no escatimas en descripciones bien lúcidas, arrancas un final inesperado; no sé si alguna vez haz escrito poesía porque me parece que acá de pronto te codeas con la prosa, estrellas. ***** nonon
 
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