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También pudo titularse ‘Amor de celuloide’.
Esperando a Jack
A Irene le faltan sólo veinte minutos para fundir su destino con el de Jack. Espera sentada, mecida por la inercia de su cuerpo menudo, en un columpio que fue naranja, y que, junto con los otros seis que se alinean a los lados, representan los colores del arco iris. Es el patio de la guardería municipal, desde hace tiempo sin párvulos, donde ella jugó y aprendió durante sus primeros años.
Como todos los lunes de invierno, la oficina amanecía helada. Se había solicitado a los responsables de mantenimiento que programaran el encendido de la calefacción un par de horas antes, pero siempre se quedaba en falsos compromisos. No obstante, ese día el ambiente se templó antes de lo previsto. Recibió Irene en su puesto a un barbudo de mediana edad, vestido de cuero negro, que depositó, dando un golpazo en la mesa, la notificación de una multa por mal aparcamiento a nombre de Jacinto Jesús López Soler.
—¿Desde cuándo está prohibido el estacionamiento de motos en la acera?
—Perdone, caballero, pero hasta que no revise su expediente no puedo manifestarme sobre el asunto.
—La cuestión es recaudar y hacer perder el tiempo a los ciudadanos ocupados—prosiguió el hombre—. Vendí mi coche hace años, ya que esta ciudad es intransitable, utilizando mi motocicleta para poder desplazarme libremente a visitar a mis pacientes. ¿Te imaginas cómo se puede llegar a tiempo a auxiliar a una anciana si no te mueves en dos ruedas?
A Irene, que solía salir airosa de las discusiones con los infractores, le costaba sostener la conversación.
—Si continúa usted con esta actitud —intervino el jefe de negociado, que andaba siempre husmeando con cara de asco y superioridad entre las mesas—, llamaré a seguridad.
—No te preocupes, Melquiades; está todo controlado —adujo la joven funcionaria.
—La señorita se sobra para atenderme. Sólo hay que mirarla a los ojos para adivinar que puede resolver este asunto con sentido común —intervino el motorista fingiendo mayor irritación, haciendo huir al superior con gesto indignado. El otro le despidió con una mueca burlona que provocó en Irene una carcajada que, a su vez, desencadenó la lacerante mirada de su jefe.
A lo lejos, vislumbra la rechoncha figura de Cesáreo, el alcalde, que asciende por la carretera desde su casa. Viene acompañado de su mujer y su hija, que firmarán como testigos. Hace más de cinco años que no celebra un matrimonio y es la primera vez, en sus tres legislaturas, que lo realiza fuera de la casa consistorial.
—¿Tú no eres la que hace dos años me atendió cuando fui a reclamar una multa, que, por cierto, después me anularon? —preguntó extrañado el médico a la nieta, y único familiar, de la mujer que acababa de fallecer.
—Puede ser. Hace dos años trabajaba en el ayuntamiento de la capital, en el departamento de multas. Después conseguí una plaza de maestra en un pueblo a cinco kilómetros de aquí. —Contestó Irene, que le había reconocido nada más cruzar la puerta, cuando vino a certificar la defunción de su abuela.
Jacinto Jesús, que había terminado la última visita del día, hizo compañía a la chica, que ahora vivía sola en su casa en las afueras de la aldea, hasta que, de madrugada, llegaron los servicios funerarios.
—Si vengo por aquí otro día, y no te parece mal, pasaré a hacerte una visita. Podríamos tomar a una cerveza en el bar, si es que hay alguno en este pueblo.
—Muchas gracias, Jacinto, pero no hace falta que te molestes.
—Si no es molestia, es por Gertrud, mi vieja motocicleta, a la que le gusta mucho la montaña. Echa de menos la serranía conquense—argumentó el barbudo, exhibiendo una nostálgica expresión—. Y, por favor, odio el nombre de Jacinto. Mejor, llámame Jack.
Pasan dos minutos de las cinco en el reloj de la novia. El edil y sus mujeres se encuentran ya a escasos metros del lugar de la boda. De pronto, unos lejanos y ahogados ronquidos le hacen enarbolar a Irene la más generosa de sus sonrisas. Ya puede sentir cómo se acerca Jack, con su indumentaria negra remachada en plata, el brillante casco, la poblada barba, gafas oscuras y su personal gesto guasón, cabalgando en su Harley Dadvison Panhead de 1964, como escapado de la película “Easy rider”, dispuesto a regalarle, subiéndola a pulso al asiento de la motocicleta, el más apasionado de los besos de celuloide, antes de convertirla en su esposa.
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