Era de noche y llovía a mares. Hacía rato que había dejado de correr. Estaba huyendo, otra vez, de las manos de mi tío que además de bautizarme como me bautizó tenía otras virtudes y cada vez más acentuadas. Había perdido una zapatilla en alguno de los charcos enfangados que había por todo el camino. Me había hecho una herida en la rodilla que me quemaba. Esta vez no iba a volver. A mi tía era imposible siquiera insinuarle nada sin que le diera un patatús y que todo el mundo empezara a correr en busca de sales y tisanas. “Desagradecida, con todo lo que hemos hecho por ti tu tío y yo.”
Ahora sé que a Martín aquella noche, aunque no se le notara, se le cayó el alma al suelo al verme allí empapada y herida como un gato sin dueño. Se me quedó mirando en silencio desde lo alto de su caballo con la lluvia resbalando por su capa encerada. Parecía un gigante. “Yo no tengo casa” y me trajo aquí.