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Todavía me tiemblan las rodillas al recordar la noche que le pregunté si me quería. No fue una cosa pensada, me salió así, como salen los lunares, que una mañana te despiertas y te tienes uno nuevo. Eran las tantas de la mañana, todavía no había nacido la niña. Martín llegó un poco piripi, cosa rara en él, de una cena con los compañeros del cuartelillo. Estaba más cariñoso y más hablador que de costumbre; nos pusimos con lo nuestro y al cabo se quedó dormido. En cambio yo no pude pegar ojo, sentía como si alguien estuviera estrujándome el estómago. Al amanecer, empecé a pensar si aquello podía ser felicidad. Era la primera vez en mi vida que estaba a gusto, al calor de las mantas de campaña y con mi hombre al lado. No lo podía creer. Se me aceleró el corazón y creo que una sonrisa acudía a mi boca, aunque se quedó atascada como una puerta hinchada por la humedad. Ahí pasó lo del lunar: "Martín, ¿tú me quieres?". Levantó la cabeza sin girarse, como esperando a que mi pregunta llegase desde las orejas hasta el cerebro. Se levantó en silencio, en silencio se vistió con la parsimonia de los toreros y en silencio se fue. En silencio. Pasaron días y luego semanas. El hambre me empujó a las calles. La felicidad es frágil. La felicidad duele.
Un tarde de abril, ya casi acostumbrada a la soledad, apareció en la habitación con un pan redondo y una ristra de chorizo. Comimos en silencio, en silencio nos acostamos y en silencio nos levantamos. Supe que estaba embarazada y pensé en el nombre de mi hija, porque yo sabía que era niña: María del Silencio.

Texto agregado el 23-02-2015, y leído por 155 visitantes. (0 votos)


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