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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / La Leyenda del Holandés Errante, capítulo 27.

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Capítulo 27: “Un Maquiavélico Plan”.
Nota de Autora:
Hola estimados, he calculado cuántos capítulos nos quedan y, contando éste, faltarían 5 y un epílogo para el final. Se perfila en el destino que La Leyenda del Holandés Errante no seguirá pasando veranos sobre mi escritorio ni inviernos dándome vueltas en el cerebro una y otra vez.
No tengo mucho más por contar. Así que os diré solamente que el tema del capítulo es Ancha es Castilla, autoría de mi banda favorita: Mägo de Oz. Cuidaos, que estéis bien.

Los tres hombres sintieron cómo un objeto caía al agua y chapoteaba ruidosamente. A juzgar por la potencia del sonido y por lo mucho que se había desestabilizado la nave por su caída, había de ser un objeto muy grande y pesado. El bajel forcejeó en vano por seguir la corriente, o al menos el camino que inercialmente había trazado, y lentamente se detuvo atado al punto de caída del objeto.
Se detuvo… el ancla había caído… habían llegado a algún puerto, habían hecho lo que jamás pensaron que volverían a hacer: pisar tierra. Eran noticias fabulosas y alentadoras, que hubiesen llenado de júbilo cualquier corazón. Sin embargo ellos ni siquiera se dirigieron la mirada, parecían ni siquiera haber percibido que el barco había tocado puerto. Dos de ellos, quienes tenían los ojos cerrados, permanecieron con los ojos cerrados, uno al parecer durmiendo sin dar señales de vida, y el otro despierto, escrutando cada rincón de su envenenada alma y sus pérfidos pensamientos, vacíos de sentimiento alguno. El tercero permaneció con la vista clavada en la pared de madera carcomida y putrefacta, revisando cada milímetro en la lejanía de aquel muro que se clavaba en cada rincón de su memoria y consciencia, impidiéndole recordar nada más.
Los tres habían perdido la noción del tiempo, ya no sabían hacía cuánto estaban dentro de esa maldita celda al fondo de un barco tan aborrecido en el pasado y que ahora se tornaba en la única llave para la libertad, ya no recordaban cuándo habían visto la luz del sol ni sentido la libertad por última vez en sus vidas. Les parecía que habían nacido entre esas tres rejas y aquella pútrida pared que delimitaba el interior de la nave con el océano. Podía ser un día o podían ser años, no tenía sentido recordarlo. Tampoco había memoria alguna de cuándo habían navegado con su tripulación por última vez, al servicio de Liselot.
¡Ah, Liselot! ¡Qué nombre más odiado! ¡Lo aborrecían! Darían todo lo que estuviese a su alcance con tal de vengarse de la odiada muchacha. Aquella maldita capitana que les había puesto en semejante trance. ¡Todo por su culpa, su maldita culpa! Ella era la culpable de que ellos estuviesen en el barco de su mayor enemigo, su principal némesis. Ella era la culpable de que hubiesen tenido que tratar por primera vez con aquel hombre. Ella era la culpable de que estuviesen en esa situación, si ella no hubiese apretado ese maldito botón hace casi cuatro años no vivirían ahora el sueño del loco, no vivirían encerrados en su mundo sin poder escapar. ¡Qué darían por vengarse! ¡Qué darían por acabarla!
Por su culpa ya no sabían qué día era, ya no tenía sentido contabilizar las horas. Por su culpa habían perdido el sentido de la orientación, ya eran simples trastos transportados por una voluntad superior de un lugar a otro sin siquiera saber dónde estaban. Por su culpa ahora todo carecía de sentido, todo era un rotundo y simple sinsentido y no había significado para sus vidas. El único sentido era acabarla.
Su carcelero había sido astuto: les había retenido y en condiciones de vida paupérrimas, lo suficiente como para que guardaran un profundo resentimiento y rencor hacia Liselot por ponerles en semejante situación, pero pese al gran odio que les guardaba –el cual era recíproco, eso es innegable- les había proveído de mejor alimentación y había suplido sus necesidades básicas bastante mejor en comparación para con otros de sus prisioneros… lo suficiente como para comprometerles a obedecerlo. Era un hombre impaciente, pero por sobre eso era maquiavélico: cuando valía la pena, era capaz de esperar. Y en esta ocasión la espera había merecido indudablemente la pena. ¡Qué vergüenza! ¡Ellos cayendo como vulgares seguidores del enemigo! ¡Cómo se reiría él al oírlos aceptar sus pérfidos términos! Pero ya no podían más, ya no podían soportar, no, no podían, la sed de venganza bebía de sus labios azuzada por el más negro odio.
Se sintieron pasos bajar por los escalones, desearon de todo corazón que quienquiera que estuviera bajando por ahí cayese directo a la otra cubierta y se quebrase ojalá el cerebro.
-No estoy dispuesto a pagarte aún: no has cumplido con tu parte del trato-dijo una aplomada voz masculina.
-¡Maldita escoria! Cuando digo que vas a pagarme es porque lo harás-bramó una voz con fuerte acento francés que ya les era bastante conocida luego de esas semanas-: lo que hay adentro es muy valioso, ¡¿me entiendes?! Y si no quieres pagarlo, perfecto, no lo hagas, pero los mataré y será tu perdición-le amenazó iracundo.
La otra voz guardó silencio prudencialmente, al parecer conocía a la perfección el carácter irascible de su interlocutor.
-¡Vaya, Nau! ¡Nunca me dijiste que la sorpresa era tan maravillosa!-exclamó la voz-. ¡Qué gusto verle, señor Misdorp!-saludó con ironía al único que tenía los ojos abiertos de los tres rehenes.
El hombre se quitó lentamente la mano de la frente y miró de reojo a quien antes fuera su jefe, sopesando que encontrarlo en semejante situación era mucho más que una coincidencia del destino.
-Señor Sheefnek-saludó inclinando ligeramente la cabeza.
-Coronel Sheefnek, al servicio de la East India Trading Company, para ser más exactos-corrigió el aludido, disfrutando como siempre de vanagloriarse frente a otros.
-Coronel-se corrigió el señor Misdrop.
-Tenías razón, Nau… toma lo que necesites, a estos me los llevo yo-dijo Sheefnek.
No pasaron muchos minutos hasta que los tres recién llegados bajaron por el muelle sentados –en calidad de prisioneros de Sheefnek, por supuesto- en un elegante carruaje, propiedad de este último.
-Diga, señor Misdrop, ¿qué haría usted por su libertad? Debe ser agotador ser siempre el rehén y esclavo de todos, he oído que Nau no atiende muy bien a sus huéspedes…-dijo Sheefnek con fría y bien calculada ironía.
-Le responderé con otra pregunta, mi Coronel: ¿de qué le sirve un rencoroso prisionero si puede tener a un fiel sirviente?-retrucó Misdrop.
-De nada, por supuesto-respondió agria y rápidamente su interlocutor-. Y acá tengo tres… un triple gasto inútil de alimentación y vigilancia… uno que podrían pagar con sus servicios-.
-Pues, estamos a su entero servicio, Coronel-respondió Misdrop.
El tiempo siguió transcurriendo y pronto se cumplió un mes de la llegada de los tres hombres que antes habían servido a bordo del HMNLS Evertsen, quienes ahora se desempeñaban como secretarios de alta confianza del Coronel Sheefnek –quien les había dado el cargo más por saber lo eficientes e inteligentes que eran que por confiar realmente en aquellos que una vez, hace cuatro años, se habían amotinado en su contra sin siquiera dudarlo-.
La puerta del despacho, en el centro de la recién formada colonia, fue golpeada con celeridad y el señor Misdrop en persona fue quien abrió, permitiendo el paso al recién llegado, quien sin siquiera saludar se adentró en la oficina de Sheefnek.
-Señor, ¿qué le trae por acá?-preguntó Sheefnek con esa falsa careta amable suya.
-Coronel, vengo a dar aviso de que mi barco ha regresado al muelle, Dios sabe cómo, con la tripulación casi intacta-dijo el hombre apenas deteniéndose para respirar.
-¡Vaya! ¿Y a dónde fue “The Ocean Angel” a dar un paseo?-preguntó Sheefnek burlonamente, soltando una risita absurda.
-No importa a dónde, sino con quién, Coronel-rebatió el hombre secamente, ganándose que Sheefnek enarcara una ceja-. ¡Piratas, Coronel, piratas! El barco regresó, la tripulación podría decirse que también, pero la mercancía desapareció sepa Dios dónde-.
-Lo importante es que The Ocean Angel regresó, ahora ¿qué quiere que hagamos nosotros?-preguntó Sheefnek demostrándole que poco y nada tenía que ver en el asunto.
-¿Cómo que qué quiero? Pues, que busquen mi mercancía, era seda pura ¡valiosísima! ¡Y fuegos de artificio! Y que los recuperen. Por lo pronto me gustaría recibir indemnización por parte de la East India Trading Company, pues fueron ustedes quienes colocaron esa tripulación incompetente a transportar mi mercancía. Y me gustaría que en lo sucesivo, pusieran a mi servicio a una tripulación realmente competente, pues acabo de concluir mi última producción que está lista para la venta-exclamó furioso el mercader.
-Comprendo-respondió Sheefnek con envidiable aplomo-. Veremos qué podemos hacer al respecto-completó señalando que la cita había llegado a su fin.
Sin despedirse siquiera, el mercader salió por donde había llegado. Si no hubiese caminado con la vista nublada por la furia, hubiese visto que otro hombre, más apesadumbrado –y amable, por lo demás- entraba en el despacho del Coronel.
-Buenas tardes, caballeros-saludó apenas Misdrop le abrió la puerta-, ¿está el Coronel Sheefnek?-preguntó, siendo conducido de inmediato a la mentada oficina.
-Capitán Jones-saludó Sheefnek sin siquiera levantar la cabeza.
El capitán de The Queen of Sea emergió de las sombras y se quitó el sombrero en señal de respeto, procediendo a contar toda su aventura con la capitana Liselot. Sheefnek le escuchó con vivo interés hasta que juzgó que era el minuto preciso para interrumpir.
-Usted dijo que transportaba café, oro y caña de azúcar-afirmó, atemorizando al hombre que se castigó por haberse ido de la lengua-. ¿Acaso la East India Trading Company le autorizó para comerciar esos productos en Escandinavia?-aguijoneó-. No tengo papeles que lo prueben-dijo fingiendo que revisaba en su escritorio.
-Coronel, usted tiene razón. Sin embargo, no pido que se me reembolse lo que conseguí en el Caribe: quiero que me indemnicen por mi producción de seda que en esos momentos también transportaba… jamás creí que la encontrarían con lo protegida que la tenía-exclamó.
-Así es la capitana Van der Decken, capitán Jones-concedió Sheefnek escupiendo con particular odio la palabra “capitana”-. Por sus actos ilegales, de piratería-puso especial énfasis en esa palabra, consiguiendo amedrentar a su interlocutor-, le propongo que pierda su producción esta vez… a menos que por quejarse demasiado quiera ir a dar a prisión-propuso.
-Es usted muy amable, Coronel Sheefnek-contestó Jones, cerrando el trato.
-A su servicio-sonrió Sheefnek sínicamente, indicándole que era hora de irse.
Cuando salió a la calle aún se sorprendía de lo amables que eran los secretarios del Coronel –por sentado, más gentiles que este último- al invitarle a beber esa noche. Y aquella noche se sorprendió aún más al salir de la secretísima taberna al oír de boca de esos tres estrafalarios hombres -a quienes ni siquiera recordaba- que le proponían el brillante negocio de que el dueño de la seda que se había perdido a bordo de The Ocean Angel le diese la autorización de vender su más reciente producción –y obviamente le facilitara la nave, pues la suya estaba hecha un desastre en el fondo del Caribe-. Era un negocio brillante del cual todos sin duda saldrían ganando… ellos eran tan gentiles… No le sorprendió aceptar por supuesto… Y no le sorprendió tampoco reunirse de forma clandestina varios meses después con el señor Misdrop a orillas del mar una noche, que éste le entregase unas cartas de navegación y le dijera antes de subir a bordo de The Ocean Angel:
-Tenga cuidado en Marruecos, se dice que la capitana Van der Decken busca a su hermana perdida en esas costas. Si la avista, regrese de inmediato-.
Las noches de New Providence no eran aburridas, definitivamente no lo serían jamás. Eso pensaba la capitana Liselot Van der Decken acompañada por su fiel tripulación en la taberna a la cual Jack Rackham les había llevado la primera vez que habían pisado la autodenominada República Pirata. Bebió suavemente de su botella de ron. Corría mayo de 1719, dos meses después de las diversas tragedias vividas en su fallido intento de recuperar a su hermana menor. La tripulación curada de los traumas experimentados en aquel tiempo había derrotado al nerviosismo y al cotilleo, motivo por el cual volvía a ser silenciosa como de costumbre.
La música sonaba fuerte, las risas retumbaban, las apuestas y maldiciones afloraban en cada rincón y, por supuesto, ahí estaba la principal entretención de Liselot: las estruendosas conversaciones ajenas, listas y dispuestas para ser escuchadas y repetidas. Dio un nuevo sorbo a su botella y prestó atención a unos marineros que se decía acababan de llegar de lejanas tierras circundantes al Mediterráneo.
-¿Has oído la nueva?-le preguntó uno de los recién llegados a un amigo que había permanecido todo el tiempo en New Providence.
-¿Qué nueva voy a oír entre mar y mar?-le espetó el otro.
-Ha reaparecido la hermana de la Holandesa Errante-dijo el recién llegado, mientras el otro se atragantaba sin saber si era por la sorpresa o el terror, sin embargo alrededor nadie se envaró tanto como Liselot.
-¿Dos Van der Decken?-preguntó el otro aterrorizado apenas pudo articular palabra, causando una estruendosa risa en su interlocutor-. ¡Que el Cielo nos ampare! ¡Esto es el Armagedón!-exclamó, ofendiendo un tanto a Liselot y causando más risas en el otro-. ¿Y cómo supiste la noticia?-preguntó cuando pudo calmarse un poco.
-Es lo que se cuenta en Libia… y en todas las costas, cada puerto donde recalamos en Europa y África se narra la misma historia: Ivanna Van der Decken, la dichosa hermana de la gloriosa Liselot, Holandesa Errante, consiguió liberarse de las mazmorras del tal Sheefnek, un maldito desgraciado que la tuvo como rehén y tendrá que vérselas con la maldición que pesa desde ya sobre él, cortesía de la Holandesa Errante-dijo dándose aires de importancia y, sin saber, que detrás suyo Liselot hubiese estado dando saltos y gritos de alegría de no haber sido firmemente afirmada por Lodewijk, quien velaba que ella no hiciera nada estúpido.
-¿Y qué sigue?-preguntó el oyente de la historia tratando de pensar en cualquier cosa menos la maldición que pesaría sobre Sheefnek.
-Pues, muchacho apurón, la tal Ivanna está en Marruecos, ¿dónde creías que iba a estar? Luego de liberarse de Sheefnek volvió con sus antiguos compañeros los Bereberes y espera en las costas todas las noches que aparezca su hermana… algunos dicen que ella ya va de camino-terminó el otro.
Los marineros brindaron y siguieron platicando, esta vez de otros temas que no interesaron en lo más mínimo a Liselot. La muchacha volteó en cámara lenta, sin poder aún procesar lo dichosa que se sentía: su hermana era libre, estaba a salvo y esperaba por ella.
-¿Oíste, Lowie?-preguntó alborozada, casi a chillidos. El muchacho arqueó una ceja, dándole a entender que había escuchado lo mismo que ella-. Ivanna es libre-repitió sin poderlo creer, ganándose una sonrisa de su interlocutor-. ¡Venga! ¡Hay trabajo que hacer!-dijo justo antes de ponerse en pie y salir corriendo.
Agradeciendo que aún no comenzaba la temporada de huracanes de aquel año, atravesaron el Caribe como en enero y, al cabo de once días exactos, estaban en el principal puerto habilitado por la East India Trading Company en las costas de Marruecos, país gobernado en aquellos momentos por una dinastía autóctona, la cual se encargaba de preservar sus estrafalarias y exóticas costumbres pese a la presencia de los comerciantes extranjeros.
Así fue cómo la mañana de un 13 de mayo de 1719, pese a que ningún libro de historia lo diga, Liselot Van der Decken desembarcó en Marruecos.
-Tengo hambre, Lowie, vamos a la taberna-propuso la muchacha luego de pagar al barquero que los había transportado desde el lugar donde habían dejado el Evertsen hasta la orilla.
-¿No crees que es mejor buscar a Ivanna?-preguntó el chico con un dejo de ironía.
Liselot se cubrió los ojos del lacerante sol y volteó a mirar a su amigo.
-Dicen que ella espera de noche-se burló, remarcando las palabras “de noche”.
Lodewijk iba a replicar que dudosamente a Ivanna le daría el valor para pasar la noche ahí a la intemperie, pero optó por decir:
-Fuere como fuere, las tabernas son buen lugar para encontrar información-aunque nadie supo si ironizaba o no.
Salieron doblemente desilusionados del establecimiento: no había pista alguna de Ivanna y la comida no les había gustado en lo absoluto… sin embargo era mejor eso que nada…
Así que dedicaron toda su mañana a buscar a Ivanna guiados por el intrépido Lodewijk, a quien le importaba un pimiento llamar la atención y ser atacado en semejante lugar. Apenas dos horas después del mediodía llegó una gloriosa caravana de los Hombres Azules a través de las dunas de arena y entró en la ciudadela que parecía construida sobre torreones y cimientos del mismo material, formando fabulosos y simétricos arcos que se desprendían desde las figuras geométricas del piso de cerámica hacia el límpido y brillante cielo azul.
Fueron con ellos y gracias a su líder supieron que Ivanna estaba en Arabia –lugar en el que estarían en menos de dos días-. No bien se despidieron del buen hombre –quien recordaba con mucho cariño a la hermana de Liselot- les pareció ver a un hombre que portaba la enseña de la East India Trading Company y decidieron que, antes de que esos comerciantes buenos para nada comenzaran a hacer preguntas fuera de foco, lo mejor que podían hacer era regresar al Evertsen y partir rumbo a Arabia.
Una vez a bordo de su querida nave levaron las anclas y pusieron proa a Arabia.
-¿Cómo piensas entrar en Arabia?-preguntó Lodewijk a Liselot mientras dirigían el curso del bajel. Al notar que ella no comprendía la pregunta, volteó los ojos y repitió-. Puede que hayas conseguido entrar así en Marruecos, pero en Arabia no estarán los Bereberes para ayudarte.
-Pues, tendremos que camuflarnos-respondió ella como si fuese lo más obvio y fácil del mundo.
-¿Y cómo?-preguntó Lodewijk secamente.
Y, a medida que su amiga le respondía, el muchacho pensaba cada vez más y más que era la idea más absurda que jamás hubiese escuchado. Revoleó los ojos fastidiado ante semejante plan, pero de ese acto de burla pudo sacar algo en limpio.
-¡Ey, Liss! ¿Ves lo que yo veo?-preguntó a medio reír.
La muchacha siguió hablando de su plan en espacio de unos segundos, hasta que su cerebro cayó en la cuenta de que ese no era el tema de conversación del momento y miró en la pantalla.
-Lowie, ese es el barco en el que me sacaste de Londres-dijo ella pasmada, preguntándose qué rayos hacía ese barco ahí.
A bordo de The Ocean Angel el capitán Jones vio con espanto cómo, a través de la delgada línea del horizonte, aparecía el Evertsen. Había sentido que como conocía a la capitana Van der Decken no sentiría miedo de navegar las mismas aguas que ella merodeaba: conocía sus tácticas y sabía que saldría ileso. Sin embargo, la realidad era muy diferente: no sentía miedo, sino pavor. Ordenó huir a todo lo que diera la nave, no podía caer en esas manos otra vez.
-¿Qué esperas? ¡Toma la nave!-exclamó Lodewijk a su amiga, preparando de antemano sus armas.
-Los seguiremos y los llevaremos a Libia-dijo ella.
El plan sonaba descabellado, pero al llegar a la costa libia el capitán Jones huiría, no le quedaba otra opción sino esa.
Y así fue, al caer la noche, el capitán Jones vio una delgada franja de tierra aparecer en el horizonte, engrosándose cada vez más y, en menos de media hora, ya estaba en tierra. Era un sitio apartado –no mucho, apenas unas millas- de la ciudad más cercana, pero le dio igual. Ordenó abandonar la nave y dejó ahí, sin más, los productos que la East India Trading Company enviaba a la jurisdicción del Coronel Sheefnek a modo de paga por la seda que acababa de comerciar.
Un par de horas después, luego de hostigosa persecución, la capitana Van der Decken –acompañada por Lodewijk, quien estaba seguro de que nunca más la dejaría sola a bordo de un barco ajeno- y una porción de su tripulación abordaron The Ocean Angel, topándose con la agradable sorpresa de que en las bodegas recién cargadas estaban todos los implementos que necesitaban para adentrarse sin problemas en el mundo islámico.
Navegaron a bordo de la nave cuatro noches durante las cuales surcaron las costas egipcias –incluso remontaron un río de dicho país hacia el sur para poder cruzar rumbo a Arabia- y, a la cuarta mañana, los paradisiacos muros del primer puerto árabe aparecieron frente a sus ojos. La blancura de la arena era fascinante, parecía brillar como un segundo sol a la potente luz del Astro Rey que hacía hervir todo a su paso. Como en un pequeño oasis de un par de escuálidos pastos de un verde fuerte y rebosante de vida se erguían varias palmeras, que rodeaban la ciudad, alimentadas por la vitalidad de una fuente natural de agua en torno a la cual se reunían varias especies de animales y plantas –incluidos los dátiles, base de la comida de la zona-.
Las puertas de la ciudad –la cual se situaba en una punta de la costa- estaban abiertas de muro a muro y permitían a los viajeros y navegantes presenciar las transitadas y coloridas calles que guardaban esos muros de marfil delimitados en arcos finamente delimitados con bellas figuras geométricas y relieves del mismo material.

The Ocean Angel tocó grácilmente puerto en los muelles de piedra y fue revisado de cabo a rabo por los guardias árabes, quienes al no notar nada particularmente extraño –excepto la presencia de varias mujeres a bordo, asunto que les llamó en parte la atención, pero no hicieron alarde- les dieron pase libre para comerciar sus productos en la ciudad.
Bajo el pretexto de ser mercaderes que viajaban acompañados por sus familias –explicando así la presencia femenina a bordo de la nave- los tripulantes de la nave desembarcaron y entraron en la ciudad, recorriendo sus lujosos patios y corredores de cerámica negra con diseños -especialmente cruces- en rojo y blanco enmarcados en las construcciones y arcos de mármol puro.
Llegaron, con la mercancía marroquí al hombro, casi al mediodía al mercado, es decir, la hora de mayor afluencia de público. La gente que iba a por comida entraba en las rústicas tabernas de piedra –las mujeres obviamente acompañadas por sus maridos, pues no se les permitía entrar solas en esos establecimientos- o se dirigía a los puestos dedicados a las especias provenientes de las cuatro puntas del reino y sus homólogos a lo largo y ancho del Oriente Medio y el Sahara.
Se delimitaba el área de cada puesto con varas de madera a modo de pilares y cadenas, entre los cuales se tendía paños de vistosos colores, la mayoría de las veces transparentes. Los mercaderes atendían en el suelo, sentados en mullidos cojines de exóticos colores y diseños, de los cuales pendían hebras de hilo, colocando la mercancía en paños similares. Se acercaban y arrodillaban a comprar mujeres cubiertas con burkas negras o velos coloridos que les cubrían el cabello y el rostro, dejando a la vista sus sensuales ojos delineados en kohl, a la par de hombres con turbantes en la cabeza.
Imitando a los otros comerciantes, e intentando ser lo más respetuosos posibles para no llamar la atención, Liselot, Lodewijk y su tripulación se dedicaron a vender toda la tarde para no levantar sospechas –sería demasiado extraño que gente que portara mercancía de buena calidad no la vendiese- y conseguir el suficiente dinero para entrar en alguna taberna.
Cuando cayó la noche y el mercado comenzaba a cerrarse, entraron en el establecimiento más cercano. A Lodewijk no le gustaba cómo miraban esos hombres a Liselot, nunca podría gustarle que le miraran con esa combinación de desprecio y lujuria, considerándola una mujer de dudosa ley sólo por entrar a comer y servirse una copa. Tampoco podía soportar verla vistiendo esa burka que cubría todo su cabello y el cuerpo completo hasta los tobillos, dejando a la vista sólo su rostro y manos, las cuales debía preocuparse de guardar lo más posible para no llamar la atención de los varones del recinto. Varias veces estuvo a punto de saltarle encima a algún tipo que intentó propasarse con ella, sin embargo su misma capitana se encargó de mantenerlo tranquilo e insistirle que sólo debía preocuparles conseguir rastro de Ivanna. Así que el muchacho se apresuró lo más posible en recabar toda la información de la que fue capaz al tiempo de que otro grupo gastaba todo el dinero conseguido en provisiones. Grande fue su desilusión cuando los lugareños les dijeron que Ivanna no estaba ahí; y grande fue su sorpresa al enterarse de que ellos sabían dónde estaba; y mayor aún fue su frustración al saber que debían viajar al este, siempre al este, si todavía guardaban alguna esperanza de encontrarla.
Pronto supieron que el viaje hasta ese momento era en vano –excepto la optimista Liselot, quien se sentía feliz de al menos tener una pista sobre el paradero de su hermana menor-. No les quedaba sino obedecer las instrucciones, así que esa misma noche abordaron nuevamente The Ocean Angel y siguieron camino. Primero bordearon Arabia Saudita por el Mar Rojo, luego entraron en territorio marítimo yemení y cruzaron, al final de la Península Arábiga, el Estrecho de Bab el Mandeb, el cual separaba tierras Africanas de las Asiáticas. Fue una total ironía, porque al salir a mar abierto, antes de llegar al Mar Arábigo debieron pasar el Golfo de Adén y, por ende, Somalia, el país al que la capitana Van der Decken había deseado ir en tal medida para no medir el futuro desastre que causaría en cientos de vidas. Luego de atravesar todo el Océano Índico de oeste a este, diez días después de salir de Arabia, estaban en destino bordeando las costas del Pacífico.
Apenas bien hubieron tocado puerto en el muelle, arribó un hombre portando la enseña de la East India Trading Company.
-Seáis quienes seáis vosotros, estáis bajo arresto-comenzó al tiempo unos soldados se aproximaban a engrilletar a los tripulantes del Evertsen-. Actúo en nombre del Coronel Dirck Sheefnek, quien está a cargo de esta jurisdicción de la cual habéis robado este navío que estaba bajo pesquisa desde hace semanas y haber traficado la paga que se le dio a su antiguo capitán por la mercancía mediada por mi Coronel, quien ha sufrido los principales perjuicios-.
Por desleal que suene, los marineros que estaban en las últimas filas saltaron al mar y se perdieron en las inquietas aguas y Lodewijk, en vista de que pronto vendrían a por él, lanzó a Liselot al océano justo antes de que le ataran las manos.
Tanto la capitana como los pocos marineros que salvaron ilesos de la captura de la buscada nave –y su tripulación falsa- buscaron a sus pares por espacio de cuatro días, en los cuales no supieron nada de ellos.
La cuarta noche, en la taberna de puerto –un extraño antro más clandestino que cualquier otro que la capitana Van der Decken hubiese pisado en su vida, lo cual es mucho decir, pues era regido por nativos, quienes no tenían derecho alguno según los británicos a abrir su propio negocio- la capitana se encontraba bebiendo uno de los licores autóctonos de la zona y pensando fríamente en qué lugar de la basta jurisdicción podían estar sus colegas prisioneros –evitándose a sí misma pensar que quizá ya no estaban con vida- cuando una persona muy conocida se sentó delante suyo en la mesa y se dispuso a fumar pipa.
-¡¿Señor Misdrop?!-exclamó la muchacha.
-Capitana-saludó el hombre de mirada triste.
La joven volvió a mirarle sin convencerse de que al menos uno de sus tres tripulantes desaparecidos desde hace meses había sido encontrado.
-¡Gracias a Dios le encuentro! Ha tenido sentido viajar para encontrarle-exclamó.
-¿Encontrarme? No, capitana, merezco quedarme aquí-respondió tristemente el hombre.
-¡Pero es un prisionero aquí!-se escandalizó la joven.
-Merezco serlo-respondió él, a lo cual la capitana le miró sin comprender-: escuche, capitana, yo sé dónde están el contramaestre y los demás.
-Lléveme ante ellos y le prometo que será libre, ni Sheefnek ni Nau tendrán poder sobre usted si regresa al Evertsen-le prometió ella.
-¡No, capitana! Usted no entiende…-se lamentó el hombre-. Si sé dónde están ellos, es porque fueron capturados por mi culpa… mía tanto como de Bakker y de Waas.
-¿Ellos están a salvo?-preguntó la capitana ilusionada.
-Sí, aunque no merecemos estarlo. Capitana, cuando Nau nos trajo aquí sentíamos mucho rencor hacia usted y aceptamos el primer trato que Sheefnek nos ofreció con tal de no estar en prisión: queríamos poder para vengarnos de usted por meternos en esta situación. Él nos puso a trabajar de secretarios y, un día, hace casi más de un mes, llegó un hombre quejándose de haber perdido su barco por su culpa… ¿Recuerda usted al capitán Jones? Era él. Sin embargo, Sheefnek se negó a reembolsarle el valor de lo que transportaba. Hubiese parado ahí la situación si unos minutos antes no hubiese estado otro comerciante en el despacho diciendo que había recuperado su nave “The Ocean Angel” la cual eso sí venía sin nada de su producción –y tampoco el dinero: la nave había sido atacada por piratas en Londres, quienes tomaron el barco anduvieron unas millas, robaron los artículos y lo dejaron a la deriva-. Decidimos que la mejor forma de vengarnos era atraerla hasta acá para que el propio Sheefnek la ajusticiara: acá es imposible escapar excepto si alguien pretende ayudarla, pero con toda su tripulación tras las rejas es una misión imposible.
Entonces esparcimos el rumor de que su hermana Ivanna estaba en Marruecos: recuerde, sólo los miembros de la tripulación del Evertsen supimos de boca de Rackham, quien jamás lo diría a otra persona, que su hermana había trabajado con los Bereberes… sólo uno de nosotros podía esparcir el rumor de que ella había vuelto con ellos-dijo enfatizando las últimas palabras-. Sabíamos que era el único anzuelo que la atraería hasta aquí. Y, calculando que la noticia se supiera en New Providence y que usted ya viniese de camino, le pedimos a Jones que fuera hasta Marruecos.
Sabíamos que la única forma de culparla era que la cogiesen in fraganti en algo. ¿Qué mejor que a bordo de un barco que ha saqueado dos veces, el cual había estado capitaneado por un hombre que fue derrotado por usted dos veces y con mercadería de uno de los más importantes Coroneles de la Compañía Británica? Pues, sin duda, nada. La idea era que usted viese el barco y que le dijesen que Ivanna estaba en Arabia, rumor que también esparcimos a su debido tiempo, al igual que ella estaba hacia el este… necesitaría camuflarse y un barco como este sería mucho mejor que el Evertsen para estos fines. Usted tomaría el barco y nosotros, calculando eso, daríamos aviso al Coronel Sheefnek que la nave estaba desaparecida. Entonces redoblarían la vigilancia hasta encontrarla, pues transportaba fina seda, un producto que a él le importa muchísimo. Y, con la vigilancia redoblada, aparecería usted en la rada siguiendo el rumor… y sería juzgada-concluyó el insensible señor Misdrop.
Liselot, pese a estar acostumbrada al juego de quien traiciona mejor a quien, estaba anonadada.
-¿Y qué le hace ahora arrepentirse?-preguntó.
-Vi las horribles torturas a las que sometieron a mis compañeros en prisión: yo quería castigarla a usted, no a ellos… pero ustedes por separado no son nada-contestó.
-¿Cómo sé que puedo confiar en usted?-preguntó Lodewijk al interior de la celda tras oír la historia.
-Es la única forma de huir de aquí-le contestó Misdrop abriendo la reja.

Texto agregado el 20-02-2015, y leído por 124 visitantes. (4 votos)


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