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Inicio / Cuenteros Locales / elclubdelapaginaazul / Vuelve el cuento compartido 02- 2015

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Cuatro participantes umbrio-alexandrocasals-Egon- Gatocles

Ilusión y realidad Primera parte (umbrio)

Todavía en tinieblas y antes de que la luz del alba surcara el horizonte, una voz susurrante rompía el silencio abriendo paso a los rezos y a los cantos sagrados. Los peregrinos iniciaban sus oraciones uniéndose a la comunión y a la meditación. Justo entonces a los pies de las altas cumbres nevadas, un grupo de soldados mongoles, se preparaban para iniciar el asalto.
La ciudad monástica que a esas horas lucía sepultada bajo una densa bruma blanca era un complejo formado por templos, escuelas y residencias, donde convivían cerca de un millar de monjes tibetanos. Construido sobre rocas ígneas, el viejo monasterio aguardaba con calma el radiante inicio del crepúsculo matutino. Altos muros y torres como las de un castillo, circundaban el reducto con el mero fin de salvaguardar los tesoros y las vidas de los monjes que seguían el camino del dharma. Sin embargo, a los militares les bastó una simple mirada para iniciar el asalto. Ayudándose de cuerdas y ganchos metálicos, treparon como arañas asesinas por el alto muro de la ladera noreste. Armados hasta los dientes con cuchillos y arcos, franquearon el acceso con extrema agilidad.
Un puñado de velas arañaba algo de luz a la penumbra que bañaba la estancia, dejando entrever un hermoso fresco pintado en la pared dedicado a la divinidad budista más popular entre los tibetanos. El incienso quemado como símbolo de purificación arrojaba un aroma intenso hasta el último rincón de los aposentos del antiguo recinto. Enajenados en meditación profunda, los monjes más jóvenes iniciaban sus oraciones matinales, mientras los más ancianos, abatidos por la edad, permanecían acostados en sus rígidas camas de madera. Ni el aire frío de la madrugada, ni los cánticos de los monjes inhibieron la embestida de aquellos invasores que fueron arrancando vidas en su avance.
Ruhala, líder de los budas, un anciano de constitución delgada y de rostro violentado por un sinfín de finas arrugas como la urdimbre de un tapiz, alertado por los gritos de los novicios, acudió rápidamente atendiendo a sus llamadas. Había dejado su meditación para enfrentar a los transgresores con su única arma: un rosario budista que tenía enredado en la muñeca de la mano izquierda y que elevó hacia el cielo en forma de ruego. Iluminado por el alto grado de realización y afligido por el dolor de tanta desgracia, suplicó misericordia para los monjes. Con todo, temía que la muerte les llegara sin estar preparados para recibirla.
Uno de los soldados sujetó la mano del abad doblegando con facilidad el esfuerzo que el místico realizaba por mantenerla erguida y se la torció hasta que las cuentas del rosario rodaron por las baldosas frías del piso. Sin soltarlo, con la mano que tenía libre extrajo de interior de sus ropas una nota escrita en tibetano que empezaba a deslavarse por el sudor. El viejo abad entornó los ojos para leer el mensaje y de inmediato ordenó que hicieran sonar la campana para apaciguar a todos.
Las campanas resonaron en toda la abadía de tal forma que hasta los peregrinos que se hallaban en la ciudad pudieron oírla sonar.
Mientras algunos monjes y parte de la servidumbre se unían al grupo, el abad se sentó con las piernas cruzadas, cerró los ojos e invocó una plegaria preñada de tristeza. De sus labios surgió un mantra de su propia creación. Emulando las acciones del líder budista, los lamas se arrodillaron a su vez y entonaron el mismo mantra. Tan pronto como lo hicieron, sus rezos se oyeron con más fervor y de nuevo volvieron a incrustarse en el flujo de paz característico del lugar.
El mismo soldado que lo había sometido dirigió la mirada hacia el sujeto que comandaba el asalto buscando autorización, una breve mueca de los labios supuso la aprobación. De modo que arremetió contra el anciano golpeándole la cabeza rapada con la palma de la mano que interrumpió la plegaria colectiva. Fue entonces que lo sujetó de la túnica desgastada de color azafrán para levantarlo y obligarlo a caminar.
Los pasos afligidos del abad por las estrechas y laberínticas callejuelas apelmazadas por la gruesa capa de nieve desesperaba al grupo de soldados que lo escoltaba. Los patios del gompa estaban casi vacíos. Los monjes se hallaban congregados en los templos efectuando pujas de honra y adoración entre cánticos y reverencias. Para entonces la bruma se había dispersado y tras cruzar el soportal de la tumba del fundador del monasterio, considerado como el soporte simbólico del espíritu de los budas que solían girar alrededor siguiendo el camino del sol para impregnarse de su bendición y acumular mérito, llegaron a su meta…
Era la biblioteca de la comunidad, alumbrada por una minúscula luz surgida de un candil atormentado por insectos nocturnos que lo circundaban atraídos por el furor de la luz, la resguardaba un viejo portón de madera esculpida con las fórmulas sagradas melladas por la inclemencia del clima y por unos muros embellecidos con frescos para el deleite de los visitantes. Ruhala introdujo en la cerradura la llave que colgaba de su cintura; giró dos veces hacia la izquierda hasta que la puerta cedió dejando salir el olor viciado que desprendían las paredes, semejante a la cera quemada o al cebo aplicado al cuero. Fue así como los mongoles descubrieron un insólito mundo de símbolos e iconos que apelaban a una larga historia de aquel antiguo claustro.
La estancia estaba repleta de pergaminos que desafiaban el paso del tiempo y convertían aquel momento en un valioso viaje hacia el pasado donde las enseñanzas de buda figuraban como su principal protagonista. El olor rancio del cuero donde estaba escrito en tibetano la traducción del sánscrito de la totalidad de los textos canónicos budistas resultaba embriagador para los monjes y un tormento para los invasores.
Fue entonces que por primera vez habló el líder de los mongoles para exigir el manuscrito, una vez que le fue entregado ordenó a sus soldados que prendieran fuego a la biblioteca…

segunda parte (alexandrocasals)

El maltrecho Ruhala, es atado a un caballo y obligado a cabalgar junto a los mongoles rumbo al oriente. Nergüi, lider de la patrulla, se sentía satisfecho; no sólo llevaba como botín el manuscrito budista, sino también al hombre capaz de traducirlo y colmar la curiosidad de su señor.

Después de media jornada, los jinetes llegaron al campamento del general Subotai Ba'atur. Desde allí se divizaba una debil columna de humo blanco proveniente de la biblioteca de la ciudad monástica que Nergüi cometió el error de incendiar y asesinar pacíficos monjes budistas. El bárbaro bañó de sangre el monasterio transgrediendo la "Yassa", ley general mongola.

Gengis Khan (Temujín), fundador del imperio mongol, conquistó el Tibet destruyendo a todos aquellos que se opusieron, pero fue tolerante con los budistas. No saqueaba, no exterminaba, no incendiaba pueblos y ciudades monásticas tibetanas desde que estos pagaban tributos y sus líderes oraban por larga vida para él y sus súbditos.

Después de dos días de gracia entre sus hijos y concubinas, Nergüi pagó su equivocación con la vida. Aunque no suplicó por ella, pidió a Subotai una muerte digna de un guerrero mongol. El general, reconociendo la lealtad del subordinado, no ordenó su decapitación, le concedió morir apaleado por la soldadesca sin derramar sangre.

Al amanecer, el anciano Ruhala abrazado a sus manuscritos y Subotai, escoltados por un numeroso batallón de mongoles, partieron hacia Avarga, capital del imperio.
Allí serían recibidos por Gengis Khan, al que de muy joven, el general había jurado lealtad diciéndole: "Te guardaré de tus enemigos como el abrigo te protege contra el viento". Durante la travesía, se enteró por boca de Ruhala que la biblioteca de la ciudad monástica, además de los textos canónicos budistas, contenía información de los imperios de occidente, aquellos que Gengis Khan aún no había conquistado.

Subotai se sintió alarmado por la ira del Gran Khan. No había pasado tanto tiempo desde que se sentara en la misma mesa que el temible conquistador. Él, su subordinado fiel, sabía que Temujin celaba su popularidad e inteligencia y lo consideraba peligroso aunque sus triunfos en el campo de batalla y su lealtad demostrasen lo contrario.

Después de la lectura, interpretación del manuscrito y discusión de días con la "Juriltai" (asamblea de clanes), el Gran Khan cambió drasticamente los planes de expansión imperial. Ruhala y Subotai fueron incorporados a su corte de consejeros.

Subotai fue el único que se atrevió a lanzar una protesta elocuente contra el Gran Khan. Condenó la conquista de los pueblos mongoles como bestial, declaró que los territorios conquistados debían ser incorporados al dominio del imperio mediante la civilización y el respeto. Previó que su destrucción total sería el fruto de la venganza por sus victorias sangrientas y por sus conquistas obtenidas únicamente por la fuerza; asesinando, violando y saqueando.

Los ejércitos de Gengis Khan se replegaron sin conquistar más ciudades ni ocupar más tierras. Se impone la llamada "Pax Mongólica", garantizada por la ampliación de la "Yassa". El resultado es el resurgimiento del comercio y del intercambio en el corazón del imperio bajo la protección de los mongoles. Logran estabilidad política y el restablecimiento de la Ruta de la Seda a través del Karakorum hasta Kasghar (centro islámico y última ciudad de la ruta en la China), terminando así con el monopolio del Califato islámico sobre el comercio en Eurasia.

Por intermedio de este intercambio comercial-cultural, el Gran Khan se proveyo de información sobre las culturas vecinas. Los comerciantes que hacían las veces de diplomáticos o comerciantes oficiales en representación de los mongoles, eran en realidad parte de su servicio de inteligencia. Espías que servían a los planes de expansión imperial de Temujín.

Once once años más tarde, a su muerte, con Ögedei, su nieto como Gran Khan, la influencia y el prestigio de Subotai ante la "Juriltai" resultó decisiva.
Con el imperio consolidado, los mongoles dividieron sus fuerzas para lanzarse a la conquista de más territorios de Europa y a la China de la dinastía Song.
Al iniciarse la campaña, Subotai Ba'atur era sexagenario, estaba tuerto y tan gordo que debía ser trasladado en un carro de hierro. Junto al ya muy anciano Ruhala, decidieron que era el momento oportuno para desplegar nuevamente el manuscrito rescatado de la biblioteca de la ciudad monástica y ser presentado al nuevo Gran Khan y a la "Juriltai".

tercera parte ( Egon)

Como marcaba la tradición, todos los representantes de las distintas familias habían llegado a caballo hasta el punto de reunión. El valle hervía con la agitación de todos los asistentes. Los partidarios de Yochi y de Chagatai se arremolinaban en torno a las hogueras buscando nuevas adhesiones. Los defensores de Ögedei no se cansaban de explicar la fortaleza de su líder. El delicado sistema de alianzas que sostenía al ejército mongol parecía a punto de saltar por los aires tras la desaparición de su caudillo Gengis. Las relaciones entre familias, que se agrupaban en clanes, que formaban alianzas tribales amenazaban con desencadenar una cruenta guerra entre todas ellas tal y como había estado sucediendo siempre hasta la llegada de Gengis Khan.

Los primeros rayos de sol doraron las praderas que se mecían con la brisa de la mañana. El juriltai debía dar comienzo y al terminar no estaba claro si arrancaría una campaña contra el enemigo extranjero o si por el contrario, el propio valle se teñiría con sangre mongola. Todos los guerreros acudieron portando sus armas y en su mirada, sólo afloraba la desconfianza por quien estuviera a su lado.

Con la mayor solemnidad, los tres nietos de Gengis se encontraron en el centro del inmenso círculo humano. Yochi ,Chagatai y Ögedei se lanzaron una mirada de desafío mientras Subotai, más lento y torpe, se sumaba al grupo. Sólo el relincho de los caballos interrumpía el silencio en el valle. Un esclavo ruso se apresuró entonces a llevar una banqueta para Subotai quien inmediatamente se dejaba caer pesadamente. A su lado un pequeño cofre atraía todas las miradas.

-Todos estos años hemos luchado juntos.- Comenzó a decir Subotai con una cavernosa voz que fue creciendo por momentos.- Todos estos años hemos ido destruyendo a nuestros enemigos, aumentando nuestros dominios hasta territorios que jamás habían tan siquiera soñado nuestros antepasados. Todos estos años hemos pensado que sólo debíamos tamañas proezas a nuestra fuerza, sin embargo, quiero que conozcáis una cosa.

En ese momento alzó la mano y la línea de guerreros se abrió para dejar pasar a Ruhala. Su diminuta figura que aún portaba la túnica azafrán avanzó como un espectro a través del mar de hierba para llegar al grupo. La nieve de sus añoradas montañas había ido conquistando el iris de sus ojos hasta que apenas ya podía ver. Nadie se podía explicar cómo sobrevivía y sin embargo, ahí estaba aún haciendo un grotesco contraste con el obeso Subotai. La expectación era máxima e incluso los caballos parecían comprender la trascendencia de aquel momento y guardaban silencio. Entonces, Ruhala habló.

Final. (gatocles

La voz del viejo surgió de su boca sin dientes como el zumbido agrio de cien abejas exhaustas. Los miembros del Juriltai estrujaron los rostros atezados donde se agazapaban las cicatrices cual artrópodos evanescentes. Algunos voltearon a mirarse entre sí con un gesto de pasmo, pues apenas y distinguían algunas palabras que aludían a la formación del imperio y las ineludibles guerras fratricidas por el poder.

El propio Ögedei Khan se reacomodó en su asiento, enderezando el cuerpo robusto cubierto con el fino Deel cuyo azul evocaba a las entrañas envolventes del cielo estival. Se llevó la mano callosa a la frente que cubría su gorro de piel de zorro y sesgó la voz hacia un lugarteniente, quien se inclinó con gravedad para luego apartarse del corro de señores del imperio y avanzar con lentitud hasta el viejo, ante quien estrelló la voz áspera para que cesara su monserga casi inaudible.

Ruhala calló, esbozando una sonrisilla maliciosa casi imperceptible. Luego escuchó con impostada docilidad la orden del hombre de que se aproximara al Gran Khan. De modo que el viejo dirigió hacia el señor sus pies achacosos metidos a la mala en unas absurdas botas puntiagudas que asomaban debajo de la túnica raída y ya casi hecha jirones en las partes donde ya resultaban inútiles los toscos zurcidos que habían practicado viejas con segura tortícolis y perlesía.

Corrió un rumor entre los guerreros hacinados en aquel claro sacro de Qara Qorum donde el Gran Khan hiciera tallar enormes tortugas de granito con rostros de dragones obesos, cuyas conchas apenas insinuadas se amalgamaban con los vientres que más bien remitían a gasterópodos descomunales. Varios hombres debieron aplacar a los caballos petisos que comenzaban a resoplar incómodos, mientras las moscas arremetían con enjundia en sus crines enhiestas, casi como protuberancias de los cuellos nervudos.

A un lado del cónclave del Khan, varios chamanes se aproximaron hacia un Ovoo sagrado conformado por un amasijo de piedras pintadas con letras como asteriscos desquiciados. Ya ahí, pusieron los ojos en blanco para pedir a las divinidades de las grutas, los lagos y los perros por el resarcimiento de la armonía que ya desde el crepúsculo amenazaba con fracturarse como un jarrón de la inefable dinastía Jin.

El silencio volvió a descender como el vaho de un dragón insomne cuando Ruhala detuvo su estampa lamentable ante el Gran Khan, quien ensambló las manos enormes en los muslos, sintiendo las grecas del brocado de oro nasij en tanto comprimía sus ojos carboníferos para horadar con la mirada el rostro parco del viejo, quien abrió su boca hedionda al fermento equino del kumis…


La noche cubría las yurtas que conformaban el campamento del Gran Khan. Los centinelas se apostaban con rigidez de monolito en varias partes, mientras los relevos esperaban su turbo masticando trozos de carne ablandada poco antes bajo las sillas de los caballos, a quienes daban cebada y mijo unos sirvientes descalzos y andrajosos con los cuellos flacos inclinados por una perpetua reverencia y temor.

Ögedei Khan no dormía, pues su mente era cimbrada por los eventos del día: la terrible revelación del viejo, su pasmo e inmediata recuperación del temple para apaciguar a sus hombres dando una versión sensata de las palabras enigmáticas de Ruhala, y ahora el insomnio ante el legítimo enfrentamiento de su razón con lo que escuchara del viejo.

En un punto cercano, el enorme Subotai Ba’atur lidiaba con los cotilleos de cuatro esclavas tártaras y oroks, divertidas mientras bamboleaban sus pechos untados con miel sobre las carnes flácidas del viejo guerrero. Ya hacía horas que el hombre había arrostrado a Ruhala para reclamarle su actitud críptica ante los generales de Ögedei, y los propios Khanes Yochi y Chagatai, cuyos temperamentos irascibles eran bien conocidos por todos.

Subotai Ba’atur igual recordaba el gesto inexpresivo del viejo mientras era interpelado; mismo que permaneció en silencio hasta que el propio general se aplastó un mosco de vientre tenso por la sangre de alguna cabra en el cuello, para largarse del reducto donde Ruhala retomó su postura de meditación descendiendo los párpados como tegumentos de quelonio sobre los ojos envilecidos por las cataratas.

Con todo, tiempo después Subotai Ba’atur prefirió no atormentarse más con “La Verdad” que sabía y que ahora sólo compartía el Gran Khan, de manera que había llamado a sus mujeres para que le endulzaran la noche, como ocurría en el instante en que una de ellas levantara su rostro risueño hasta las facciones vetustas del general que le acarició las mejillas y terminó por apresar sus labios.


Ruhala meditaba. En su mente se habían apagado los rumores del mundo con todo y bufidos de bestias, risas pedregosas, imprecaciones y flatulencias de soldados. Ahora sus pensamientos lo habían remitido a su juventud, cuando escuchaba la enseñanza de los monjes que lo eligieran entre decenas más de niños andrajosos al declarar que era la reencarnación del antiguo Bodhisattva.

De ellos había sabido algo que sólo se comunicaba a los iniciados: antes de su iluminación, el Buddha Sidhartta Gotama fue tentado por Mara, el señor de las apariencias a quien se debe la ilusión del mundo donde está apresada una parte de la conciencia del verdadero dios Creador.

La conciencia del dios Creador se fragmentó en las infinitas conciencias de los hombres a causa de la colisión con la conciencia de Mara. El Buda Celestial Amithaba descendió entonces al mundo para lograr la Reunificación, y recordar a cada fragmento de conciencia que pertenece a una totalidad.

El Buda cedió a la tentación el tiempo justo para que Mara pudiera dictarle varias sentencias con las cuales perpetuar la ilusión del poder y el dominio entre los hombres.

El texto original fue arrancado por uno de los esbirros de Mara de las manos laxas del Buda en plena lucha contra la tentación, a la que terminó por derrotar. Luego el escrito fue multiplicado y desperdigado como semilla de engaño en los reinos de los hombres.

Un Bodhisattva descubrió una de esas copias en el monasterio del antecesor de Ruhala y lo reveló a los monjes, quienes no podían destruirlo a causa del karma acumulado por cada uno de ellos y del cual trataban de librarse. Lo que hicieron fue estudiar el texto y realizar escolios para tratar de comprender el pensamiento intrínseco del espíritu de Mara…

Ruhala inhaló mientras su mente lo remitía a los días aciagos en que soportara el dolor por la destrucción del monasterio y la masacre de los monjes. Luego se vio llevando el texto de Mara, cuyos segmentos había revelado a Gengis Khan, quien ya se había consubstanciado con el flujo del mundo de la Ilusión y del Poder.

Se trataba del mismo texto al que había aludido en un trance alucinógeno propiciado por Subotai Ba’atur, quien así vislumbró parte de una realidad que su mente rehusara para no fragmentarse como un vidrio colapsado por la gravedad.


Pero había algo más que sólo sabía Ruhala: una parte del Buda Celestial Amithaba se había atado al Dharma terrestre para luchar contra las infinitas reencarnaciones infectadas por el Karma cíclico. Y una de esas manifestaciones del Buda Celestial incrustado en el Dharma terrestre era el propio Ruhala, quien sólo mucho tiempo después comprendió que la llegada de los esbirros de Subotai Ba’atur con su cauda de caos y terror era sólo una Línea de la Realidad, en la cual estaba, y que obedecía a una irremediable intersección de flujo del hálito de Mara con el flujo del hálito benigno de Amithaba, en la que continuaba con su decurso otra Línea de la Realidad donde la conciencia escindida de Ruhala seguía en meditación profunda mientras los monjes se olvidaban de lo que para ellos había sido una pesadilla donde habían soñado ser invadidos y masacrados por las huestes de Gengis Khan… Monjes que ya armonizaban el templo con la Bendición o Puja de Fuego con la que habían desviado la Negatividad Intrínseca de Mara hacia lo que para ellos era el reino al que en verdad pertenecía: la Ilusión y la Irrealidad

Texto agregado el 20-02-2015, y leído por 287 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
20-02-2015 Los felicito. Escribir en colaboración no es una propuesta menor (aunque imagino debe ser muy divertido hecerlo), y veo que lograron un buen resultado. Gracias por compartirlo. rene_ghislain
20-02-2015 interesante propuesta y buen resultado seroma
 
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