Siempre le tuve miedo a aquella casa. Estaba situada casi al final de la cuadra. Como las demás que la circundaban, tenía un jardín muy descuidado delante, donde entre hierbas y piedras florecían rosas. En las tardes de sol decenas de abejas, mariposas y libélulas volaban sobre ellas. Un pequeño puente de madera conducía a la calle, separada de la propiedad por una zanja fangosa que transportaba tanto las aguas albañales como los impetuosos torrentes que dejaban los aguaceros del verano.
Era la casa de Clara, mi abuela paterna. Durante casi veinte años, mientras la vida se lo permitió, vivió allí sola, negándose rotundamente a irse con alguno de sus hijos, porque según repetía una y otra vez ante cualquier sugerencia de este tipo, los viejos sólo sirven para estorbar, y ella no quería ser carga para nadie. Entabló una dura porfía con la casa para ver quien cedía primero, y al final perdió la batalla. Las tablas podridas de las paredes, y el techo atacado por el comején, resistieron año tras año los embates de huracanes y vientos de tormenta, mientras que a ella poco a poco se le fue la razón. Cuando comenzó a deambular por el barrio, olvidando muchas veces hasta dónde vivía, mis tíos decidieron que ya era la hora de llevársela con ellos.
La casa fue cerrada. Pero no por mucho tiempo. A los pocos meses, en un arrebato de granjero, a mi padre le dio por sacar provecho del enorme patio trasero. Creó una huerta para cultivar tomates de ensalada, construyó un pollero para la crianza de aves de corral, y hasta se puso a cebar un cerdo para garantizar la carne del fin de año.
Cada tarde marchaba a atender su siembra y sus animales, e invariablemente y contra mi voluntad, me arrastraba con él. Como quiera que de aquella casa sólo le interesaba el patio, durante nuestra estancia las ventanas y puertas laterales permanecían herméticamente cerradas. La luz del sol no llegaba nunca a las habitaciones, siempre en penumbras, y oliendo a polvo y a abandono. Con tan solo atravesar el corredor que comunicaba directamente con el patio, mi corazón se desbocaba. Miraba horrorizado en todas direcciones. Me sentía vigilado por algo que sin lugar a dudas se escondía allí.
Mi padre me insultaba al notar el miedo en mi rostro, y una y otra vez me ponía a prueba. Mientras él trabajaba en la huerta, colocando estacas para que las matas de tomate se enredasen en ellas, me enviaba a por tabacos o a por cualquier otro encargo a la tienda más próxima, con el único objetivo de que me viera obligado a atravesar yo solo el sombrío corredor. Pensaba que este método curaría mis paranoias.
Recuerdo bien aquella tarde. El sol de junio seguía muy alto en el cielo, y ni la más leve brisa movía las ramas de los árboles. Como de costumbre, recibí una orden de mi padre. Esta vez debía ir a pedirle una piocha a Darío, el vecino de al lado. Conteniendo el aliento, me dirigí al corredor. Lo hice con los ojos medio cerrados, y avanzando casi a la carrera para que aquel mal momento pasara de prisa. Y justo al llegar a la puerta, cuando ya giraba con mis manos el picaporte salvador, me decidí a abrir los ojos. Miré al interior del primer cuarto, y fue entonces que por un instante las vi. Parecían hechas de humo. Era una mujer joven, hasta hermosa, con el cabello suelto. Tomaba de la mano a una niña más o menos de mi edad.
Abrí la puerta espantado. Quería gritar, pero mi garganta se negaba a emitir algún sonido. Las piernas me flaquearon. No obstante, inexplicablemente conseguí fuerzas para salir. A mis espaldas, sentí un portazo atronador. Quedé con el corazón latiendo de prisa, y todo mi ser erizado de temor.
-Eso seguramente fue una ráfaga de viento –me gritó Darío desde el portal de la casa vecina. Me miraba fijamente a través de sus espejuelos de aumento, como si supiera exactamente lo que había pasado-. Ven, muchacho, ven a tomar un vaso de agua.
Aún no podía hablar. Tomé el vaso de agua con manos temblorosas, e intenté llevármelo a los labios.
-¿Qué te pasó? Parece que viste un fantasma….
-¡Las vi! ¡Las vi! ¡Están en la casa! –logré decirle, y entonces estallé en llanto.
Darío llamó a mi padre para que me llevara de vuelta, pero yo me negué a entrar a la casa. El se enfureció, se aflojó el cinturón y me amenazó con golpearme si no lo obedecía. Lo desafié, y sin importarme las futuras represalias, salí corriendo calle arriba a refugiarme en brazos de mi madre.
A partir de ese día mi padre comenzó a aplicarme una rigurosa terapia, que más que terapia, era una tortura. Para quitarme el miedo a los muertos y consolidar mi hombría, me llevó varias veces a la casa de un amigo suyo que tenía un hijo estudiando para médico en la Universidad de Santa Clara. En su cuarto había una calavera y varios huesos humanos, y fui obligado una y otra vez a tocarlos.
Dejé de comer carne en las comidas. Imaginaba que el filete que mi madre me servía, pudo pertenecer alguna vez a aquellos huesos, que me perseguían por las noches en terribles pesadillas. Comencé a orinarme en la cama.
Alguien le sugirió a mi madre que debía llevarme al psicólogo. Y fue así que una vez por semana subíamos a la guarandinga, que durante más de hora y media recorría con su ronroneo el terraplén polvoriento que nos conducía hasta Santa Clara. El psicólogo era un señor de bigote y bata blanca que me hacía preguntas, me ponía a dibujar estupideces en un papel, y me encerraba en un cuarto lleno de juguetes, donde otros niños como yo parecían divertirse con ellos. Yo me mantenía al margen, sin caer en la trampa, porque a pesar de mi corta edad, sabía perfectamente por qué estaba allí, y sabía también que el señor del bigote me estaba evaluando.
A la tercera consulta, el psicólogo le dijo a mi madre que no me llevara más. O tal vez fue ella misma quien desistió del tratamiento. Curado no estaba, pero de cualquier forma nunca más tuve que volver a la casa de la abuela.
Con los años, supe que ante aquel fracaso médico, mi madre fue a buscar a Darío. Estuvieron conversando, y él le confirmó que efectivamente mucha gente comentaba que en la casa vivían fantasmas. Posiblemente ya estaban ahí cuando la abuela Clara se mudó a ella. Le dijo además a mi madre que no se preocupara en demasía, que los niños casi siempre tienen sensibilidad y vista para estas cosas, pero que luego, en la medida en que van creciendo pierden habilidades. Un día ni siquiera me acordaría de haber vivido experiencias como esta.
Por él supo mi madre que el propietario anterior se llamaba Eusebio. Era un hombre joven y muy apuesto que vino del campo trayendo con él a su mujer y a su hija. Estuvieron viviendo allí por más de un año. El trabajaba como montero en una vaquería a varios kilómetros del pueblo. Se iba a las cuatro de la mañana, y casi siempre sobre el mediodía ya estaba de vuelta en la casa. Ella despalillaba hojas de tabaco en la escogida. Salía también bien temprano, y dejaba a su hija durmiendo. Luego regresaba pasadas las siete, le preparaba el desayuno y la acompañaba a la escuela. De ahí volvía a incorporarse a su trabajo. Esta era la rutina. Era un matrimonio bien llevado. Jamás se escuchó entre ellos una discusión, ni siquiera una palabra subida de tono.
Pero aquel día en que la mujer llegó más temprano del trabajo las cosas fueron diferentes. Los gritos tanto de ella como de la niña inundaron la cuadra. Fue una discusión fea, aunque sólo duró minutos. Luego el silencio volvió a reinar en la casa.
A la mañana siguiente tanto la madre como la niña habían desaparecido. Eusebio le dijo a todo el mundo que preguntaba por ellas, que después de una desavenencia, su mujer hizo las maletas y se marchó a su casa, en un campo remoto de Camaguey.
Pero nadie las vio salir del pueblo. Y poco tiempo después, cuando Eusebio dejó su trabajo, le dio por tomar, y amanecía borracho tirado en cualquier portal, la gente comenzó a sospechar que algo muy extraño había pasado en aquella casa.
Un mes después no se hablaba de otra cosa en el pueblo. Los comentarios más atrevidos aseguraban que la niña sólo era la hijastra de Eusebio, y que en una de sus borracheras él mismo había admitido que fue sorprendido por su mujer cuando manoseaba a la pequeña. En un intento por evitar el escándalo y los años de cárcel, las había asesinado a ambas para que no lo delataran.
Esto eran sólo murmuraciones. No había seguridad de que realmente él hubiera confesado. Pero como una confirmación de estas habladurías de comadres, una mañana Eusebio apareció ahorcado en el viejo puente que pasaba por encima del río a la salida del pueblo. Se dijo que había sido un suicidio, porque tal vez no pudo aguantar tantos remordimientos de conciencia. Pero más de uno estuvo convencido de que aquella muerte repentina tenía todas las características de un linchamiento.
Fue entonces que vino la policía. Hicieron preguntas, pero en verdad se les pudo ayudar muy poco. Luego se supo que habían contactado a la familia de ellas en Camaguey. Nunca habían regresado allá. El asesinato familiar era casi una certeza. Revisaron la casa una y otra vez, pero fue inútil. Jamás encontraron ninguna pista.
Pasado el tiempo, un hermano de Eusebio vino al pueblo a poner la casa en venta. Y fue ahí cuando mi abuela Clara la compró. Ella conversaba mucho con Darío sobre estas cosas. Le decía que de ver nunca había visto nada, porque jamás tuvo dones de espiritista, pero en las noches le parecía escuchar sonidos extraños en las habitaciones, y en sus pesadillas siempre se le aparecían una niña y una señora que de seguro debía ser su madre.
La abuela se puso muy enferma. Con ella en el hospital los gastos de todos sus hijos se incrementaron. Luego de algunas discusiones para ver cómo le hacían frente a la situación, por fin se pusieron de acuerdo. La casa debía ser vendida. Como casa ya no valía mucho. Después del último temporal, y para evitar su desplome, el techo de una de las habitaciones tuvo que ser apuntalado. La lluvia de los aguaceros se filtraba por entre las tejas rotas, y las tablas de las paredes se caían a pedazos. Pero tenía un buen patio. Para alguien con dinero que estuviera dispuesto a reconstruirla, adquirirla podría ser una buena inversión.
Y no se equivocaron. En menos de un mes apareció un comprador. También en menos de un mes falleció la abuela. La repartición del dinero de la venta generó entre los hermanos tan fuertes discusiones, que nunca más pudieron reconciliarse.
La nueva familia transformó la vivienda. Fundieron una placa como techo, y levantaron paredes de ladrillo. El jardín delantero fue sustituido por un portal de cemento, y pusieron en él macetas con flores y hasta un columpio de madera.
Crecí y me fui del pueblo. Sólo regresaba una vez por año para visitar a mis padres. Como bien predijo Darío, nunca más tuve visiones, y aquella vieja historia quedó medio olvidada al fondo de mi memoria.
Pero el año pasado sucedió algo en el pueblo que me hizo volver a revivirla. Fue un año de extrema sequía. Los aguaceros de mayo y junio fueron bien esporádicos, como un anuncio de que el cambio climático estaba llegando también hasta aquella apartada geografía.
Como muchos lugareños, la nueva familia que se había instalado en la casa de la abuela, tuvo la iniciativa de construir un pozo para intentar remediar los males que traía la naturaleza. Contrataron a un par de asalariados para que comenzaran a cavar al fondo del patio, en el mismo sitio donde en otros tiempos mi padre cultivara sus exuberantes tomates de ensalada.
No habían llegado aún al metro de profundidad cuando apareció el hallazgo. Soltaron picos y palas, y dieron la voz de alarma.
Comidos por el tiempo, y ante la mirada consternada de casi todo el barrio que corrió hasta allí para no perderse el suceso, fueron sacados a la luz dos esqueletos humanos.
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