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Tropezó con otro hombro pero esta vez ni siquiera penso en disculparse, costumbre arcaica que había hecho reír más de una vez a Graciela, cuando todavía era un recién llegado; había comprendido que no tenía sentido y que el mar de gente que caminaba con rumbo no perdería su tiempo escuchándolo, más le valía seguir caminando o la ola humana lo aplastaría contra alguna pared.

La entrada del subte lo esperaba para tragarlo, digerirlo y luego escupirlo en algún otro sitio de la gran ciudad, siempre con una sensación de parto prematuro en el estómago, siempre otro.
Las llaves del departamento de Graciela le lastimaban el muslo a cada paso, como un recordatorio de lo sucedido aquella tarde, y el frío de agosto le adormecía el rostro hasta convertirlo en una masa rígida e inexpresiva.

Aunque tenía los dedos congelados, no metía las manos en los bolsillos de la chaqueta, para que el contacto con el cuero no borrara esa última sensación, lo único verdaderamente real de los días precedentes, de piel hundiéndose y tibieza pegajosa.

El golpe en la espalda le recordó que la ficha había sido tragada y que una columna de gente, liderada por una niña con cara molesta y ojos maledicientes, lo esperaba para ingresar al subte. Luego las escaleras, las puertas que se abren y se cierran, el vaho del interior y los empujones son mera anécdota en un Buenos Aires agobiado por la soledad y el vacío de la multitud. Todo pasa en un parpadeo, hasta la bajada repentina y la bocanada de aire helado y puro que deja sin respiración y obliga a paralizarse medio segundo, ni más ni menos, y volver a caminar.

Los faroles de la plaza enturbiaban su sombra y la voz de Graciela recordándole por enésima vez sus obligaciones, entre llantos y gritos, opacaba el canto de los últimos pájaros, helándole aun más la sangre en las venas. La sensación en el nudillo medio se le hacía por momentos más intensa, tanto que parecía que el golpe se repetía de nuevo, seco y puntual, y el silencio volvía a reinar alrededor suyo.

Hasta el momento en que cayó entre las sillas y unas gotas mancharon la barredera color crema, había pensado que si lo hacía todo el mundo lo miraría con ojos de asco, que habría increpaciones y escándalo hasta enloquecerlo o callarlo, pero la indiferencia del mundo era tan grande que ni su consciencia le incomodaba por lo sucedido y el silencio sepulcral de los motores y los murmullos había tomado posesión de su cabeza, de sus huesos, como todo lo que lo rodeaba, y lo acompañó entre las torres grises, los viandantes y el resto de la tarde.

Más allá, bajo un árbol, dos perros se reconocían mientras sus dueños comentaban algo sobre el partido del día anterior de Boca.

Hubiera podido aguantarlo otra vez, el ejercicio de desconectarse ante sus lágrimas se había convertido en una rutina diaria, demasiado conocida y segura para cambiarla de pronto, pero lo había hecho y ahora era tarde. Ella había dejado de llorar en ese segundo y solo le restaba tomar el sombrero del perchero y salir, sin mirar atrás.

En el pequeño departamento de una pieza, quedaron sus discos, los libros comprados a golpe de trabajos nocturnos, dos bufandas, ella, manchando el suelo de loza con su sangre y un florero marchito. A él solo le restaba comprar el boleto y volverse al interior de donde no debía haber salido.

Texto agregado el 19-05-2003, y leído por 301 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
10-02-2004 Tienes una prosa deliciosa que atrapa de inmediato sin permitir que el lector se separe del monitor hasta finalizar el relato. En la anécdota me parece que hay que amarrarla más. Tal vez es muy tardía la aparación de Graciela, tal vez ella podría aparecer desde antes (con nombre) en el texto. Lo de los perros y sus dueños me pareció mero ornato y, creo, no cumplen ninguna función en la historia. Un abrazo gammboa
19-05-2003 Bien narrado, pero tengo la impresion que en lagunas partes debiera haber mas trabajo en la puntuacion, pero es sola una impresion. Saludos. Au revoir. salvatiere
 
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