Uno.
Aquella noche, a través de los sueños, había descubierto que estaba enamorado. Contra la fuerza del amor nada se podía y se sintió inmune. Y como sonaba a impune, también impune. De ahora en adelante podía socavar la moral en todas sus líneas y espectros y no ocurrirle nada. Incluso pensó que el Código Penal tampoco le incumbía demasiado. De todas maneras, había alcanzado tal nivel de complejidad- el Código- que a quién le puede importar. Era un Código hecho para gente importante y él no lo era. Por si fuera poco, además, había tenido un sueño. Lo que se dice un sueño; un sueño de amor. En verdad su importancia derivaba de estar enamorado, pero el Código no refería tal condición para nada; que estaba diseñado para importantes de otra manera diferente a la de estar enamorado.
En realidad lo que había querido colegir era, más que otra cosa, que aquel amor larvario era de alguna manera correspondido. De otra forma no hubiera soñado. Atribuía propiedades premonitorias a los sueños. De hecho había sostenido una primera relación y nunca había soñado con la interfecta. Por qué, se preguntaba. Porque aquel amor no había sido correspondido. Los sueños eran unos hilos invisibles que conectaban a las personas en pos de proteger el amor verdadero.
Había sentido el contacto y el calor de la persona a la que quería querer, por lo que había superado los términos estrictos de voluntad para inscribirse en otra cosa.
***
Muchos años después, inmerso de lleno en la precariedad de sus obras literarias y el sueldo de enfermera de la muchacha de los sueños, Fulgencio Bautista estaba en un tris de abandonar la cordura por un mensaje sibilino que creía encontrar en el vuelo y posado de las moscas.
Desde el episodio del sueño se había visto inmerso en una forma de vida basada en la adivinación, más que otra cosa; en el análisis de las señales exteriores como toda suerte de pronósticos, donde, por ejemplo, el vuelo de las moscas formaba el capítulo específico de la escatología que rodeaba su vida. A veces pensaba que más le hubiera valido no soñar aquella noche con Laura.
No era para nada extraño que pensara que aquel gato gigante- un coche- que chirriaba en la puerta de su casa, fuera por fin el editor que venía a arrebatarle el baúl en que guardaba su obra a cambio de una cartera repleta de pesos. Por ello se emocionó sobremanera al oír el timbre de la casa al poco tiempo. Cuando abrió la puerta pudo comprobar cómo en su vida entraba el otro protagonista de su sueño premonitorio, el padre de Laura, empezándose a hacer pesadilla. Seré polvo, pero polvo enamorado, se dijo por fin el autor de “El primer día del resto de su vida”.
***
El primer día del resto de su vida, sonaba a anuncio de televisión, pero era lo único que había configurado durante aquel fin de semana. El lunes vencía el plazo para la presentación del título de la novela y un esbozo de la misma en la editorial. Pero había algo que no apremiara en la vida- pensó confortándose en algo para sus adentros. Con el incumplimiento del plazo vendría el desahucio como escritor. En una segunda etapa pasaría, previa transición en un quiero y no puedo, a la indigencia descarnada.
Sin embargo, él quería creer en la posibilidad de ser recogido en aquel salto al vacío con que vislumbraba su existencia a partir de entonces (del incumplimiento del plazo) o lo que era lo mismo: sería la falta de solvencia de ideas la que le abriría una nueva oportunidad en la vida.
Fue entonces- lo percibió por la ventana y siguiendo sus tácticas medio adivinatorias- cuando sonaron los platinos de un vehículo aparcado en las inmediaciones.
Empezaría la historia con la descripción del motor de arranque de un coche. Al fin y a la postre, pensó, son los artilugios que rigen los tiempos modernos. El protagonista de la novela sería un vendedor de coches y su eslogan de venta, lo primero que le decía a quien quiera que se acercara a aquel puesto: “con él empieza el primer día del resto de su vida”. Pero las ventas las comenzaba arrancando el vehículo y hablando de los platinos. Y así empezaba el primer día del resto…, con una sucinta referencia a la perfección cuasi musical de aquel mecanismo. Si superaba la primera criba tenía garantizada la subsistencia a menos durante un buen trecho de tiempo.
Dos.
Surcando la habitación como veleros alados, las moscas contribuían todos los veranos a la falta de concentración de Fulgencio Bautista. Fuera, en las casas grandes, los elementos estaban dispuestos sin navegantes negros voladores.
-Si detesto ser pobre es por el mosquerío, más que por otra razón.
-Cierra la ventana y sales de pobre- le contestó su mujer secamente.
Así no hay manera de escribir algo que valga el papel usado- siguió Fulgencio a modo de réplica. La mujer esta vez le pidió que le leyera el último párrafo.
“…el ambiente en aquella habitación era tan diáfano que una mosca hubiera supuesto un adorno…”- precisamente lo contrario de lo que pensaba de la suya.
Como ves sólo me salen cosas de moscas- prosiguió Fulgencio. Si cierro la ventana, adivina la temática- continuó. Laura esta vez no le prestó atención, absorta como estaba en los pliegues de una camisa con la plancha eléctrica en la mano.
Ya más tarde, añadió: “decía mi madre que quitaban los reflejos”. El hombre cargó sobre el papel nuevamente.
“…para quitar los reflejos no hay nada como una mosca o dos sobrevolando el ambiente; es hecho contrastado por la ciencia médica: entretienen y su vuelo mejora el estado genera del melancólico…”.
-Pon que las moscas las puso dios para fastidiar el verano- dijo esta vez Laura, que parecía haber salido del laberinto de los pliegues y con ello compuesto el espíritu.
-Qué sabrás tú de moscas- contestó Bautista- y de creaciones; es el recordatorio constante al pobre de que es una mierda.
-Y sobre todo en verano, no me lo niegues.
-Sobre todo en verano- consintió Fulgencio.
Acto seguido introdujo la última comparativa en el escrito. En ese momento fue consciente de ello: se estaba convirtiendo en un médium literario.
Fuera arreciaba la tempera como no lo hiciera desde el año anterior por las mismas fechas. Miró el termómetro y registraba treinta y tres grados centígrados. La edad de Cristo en meteorología- pensó. También llegó a la conclusión de que el valor de sus escritos rayaba términos escatológicos.
Estaba leyendo a García Márquez y admiraba el pundonor del colega colombiano. Se notaba que aquellas novelas estaban hechas en serio. Y no como sus escritos que estaban hechos en broma con una riqueza léxica a la que le venía bien el símil de las moscas sobrevolantes. En realidad pensaba que aquellas hiladas de palabras formaban el dibujo de un látigo que aplicaba sobre sí mismo en una imagen congelada. Pensó que si cerraba la ventana, en lugar de moscas, a falta de aire acondicionado, el protagonismo lo cobraría el tiempo. Estaba harto de hablar del tiempo ya de por sí en la vida regular y no lo quería meter en el látigo. Habrá algún sitio donde el látigo fuera bien recibido- se preguntó. En realidad la literatura de Fulgencio Bautista- concluyó-, la sobrevolaban tantas mosca que un poco de frío no hubiera venido nada mal.
Para haberla disipado, no más.
Fuera sonó la zapata contra el tambor del freno de un vehículo como si aquel sonido lo produjera un gato grande, produciéndole a Fulgencio dentera.
Se imaginó nuevamente que venían a comprarle el baúl repleto que tenía de literatura( lo que le alejaría, al menos un poco, de las moscas y de la pobreza).
***
Aquel ejercicio de enderezar arrugas con la plancha era harto relajante. Como salir de un laberinto. La madre de Laura había hecho de ello profesión, con lo que la muchacha, entre otras cosas, había podido entrar en la Universidad, y ser soñada por Fulgencio Bautista, que entonces trabajaba en una librería de viejo, un tío suyo, enfrente de la Facultad de Medicina, y veía a la chica todos los días pasar con su carpeta a modo de parapeto sobre sus pechos. Sin embargo, sólo cuando la soñó supo que allí había algo más que una mera relación transitoria.
Fulgencio había pasado de ser un escritor sin lectores a un hombre con novia, dando, en conclusión, un salto al escalafón de enamorados. La primera ventaja que pensaba sacar Bautista de aquel estadio era ganar un lector. No aguantaba aquellos ripios tremebundos la muchacha pero le prometió seguir sus escritos si se abanaba a la narrativa. Y en ello andaba Bautista, tratando de colegir relaciones entre el mundo literario y el no escrito para pasarlas al papel y ganar notoriedad y fortuna, subsistiendo mientras tanto con sedicentes escritos que le publicaban un par de revistas que básicamente se podía decir que se dedicaban a la pornografía.
Con todo, la noche que soñó con la muchacha sentada sobre sus piernas, sin haber mediado palabra entre ellos hasta entonces, fue feliz.
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