Ubicado en el barrio de Parque de los Patricios, en la Ciudad de Buenos Aires, se encuentra un predio donde hoy se yergue el Parque Ameghino.
La historia que quiero contarles tuvo sus orígenes en el año 1871, cuando a principios de un tórrido verano, un invisible viajero recaló en estas tierras, arrasando con toda la población.
Fue la epidemia de fiebre amarilla. Los pocos conocimientos que se tenían del virus, sumado a las pobres condiciones sanitarias, hicieron eclosión en el sistema de salud.
Una de las más letales pestes que asoló al Rio de la Plata, que diezmó a alrededor del 8% de su población. Un número aproximado de víctimas se sitúan en 15.000 muertos.
En el extremo de la epidemia se llegaron a registrar 500 víctimas diarias, haciendo estallar todo sistema de inhumación de cadáveres.
Años antes y frente a una epidemia de cólera se había inaugurado el Cementerio del Sur. Este predio fue el depositario de la mayoría de los muertos por el “vómito negro” como solían llamarlo entonces a la fiebre amarilla.
En muy poco tiempo esta necrópolis colmó su espacio y fue necesaria la inauguración de otros.
Hacia finales del siglo XIX se decidió transformar ese predio en un paseo público, y exhumar los cuerpos allí enterrados y llevarlos hacia el cementerio del oeste.
No todos los restos se trasladaron y lo que continuó fue la apertura del parque con que di comienzo al relato.
Se cuentan mil historias del parque, y la que voy a contarles me tuvo como protagonista.
La curiosidad morbosa me llevó a transitar el predio reiteradas veces, no podía comprender como lo que fuera la imagen de la muerte más cruenta de la historia porteña, se podía mezclar con la inocencia de los niños que jugaban sobre las otrora tumbas que fueron reemplazadas por toboganes y subibajas.
En el atardecer de un domingo de enero, me dispuse a pasar la noche en el parque, que prolijamente era cerrado por el cerco perimetral rodeado de rejas.
Un banco de madera con patas de hierro fue mi improvisado mirador que dispuse para observar el paisaje..
Pasadas las doce de la noche un escenario inusual me alteró la tensa calma. Era en movimiento de las hamacas en un ritmo que ni el peor de lo vientos podía mover. La abundante presencia arbórea brindaba una importante protección a cualquier acción eólica.
Pero las hamacas pendulaban si parar, y a modo de espectáculo coreográfico eran acompañados de los subibajas.
Comenzaron a aparecen cientos de niños en busca de la alegría perdida. No podía distinguir sus rostros, algo desdibujados por esa presencia de estos seres de ectoplasma que emergían de la tierra.
A pesar de encontrarme en pleno verano, a medida que avanzaban los entes, la temperatura del solar comenzaba a descender, hasta casi congelar el ambiente, influenciado por las teorías que presumen su presencia ante la disminución de la temperatura.
Como salido del manual de esoterismo barato, pude comprender el fenómeno de la pragmagrafía, al ver plasmados en imágenes los espectros que irrumpían, se trasformaban y se desvanecían.
A pesar de las apariciones no sentía miedo ni percibía agresividad en los niños danzantes del parque Ameghino, mantenía una considerable distancia de ellos, para preservar su intimidad.
Una calesita inerte, con sus diminutos entes sentados en sus asientos con diversas formas, esperando el ansiado movimiento que no comenzaba.
Quise participar del momento y me acerque al lugar haciendo girar la calesita con mis propias manos y pude sentir el agradecimiento de sus pasajeros, que comenzaban a llegar en multitudes formando un espectro de luz atravesando un prisma que se convertía en los colores del arcoíris. Una explosión de luz y color en el centro del parque
Las almas en pena ahora parecían disfrutar un momento que en vida se les había negado.
Con mis fuerzas al límite logré divisar la figura en forma de calabaza que contenía la sortija, tal vez el valor más preciado de los niños, tributo para poder lograr el reconocimiento de sus pares y una vuelta más al carrusel.
La tome en mi mano y comencé a agitarla sintiendo atravesar mi cuerpo de una energía de las inmateriales manos que pugnaban por el premio.
Fue la sensación más emocionante que experimente en mi vida.
Cuando las primera luces de la mañana se asomaban por la densa arboleda, los diminutos entes comenzaban a ahogarse en el césped del parque no sin antes llenar con sus llantos un fresco rocío que humedecía los pastos.
Nunca más pude concurrir al parque, aún conserva su lugar de juegos que alegremente disfrutan los infantes en las tardes del parque Ameghino.
OTREBLA
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