Salía Jacinto en todas las quinielas de la población como aspirante a perder la vida, no estando de acuerdo el muchacho con tal vaticinio o disposición. Sin embargo, como era un hombre precavido no le llegaba nunca la muerte para ofuscación de sus paisanos. El pueblo llevaba tal contrariedad con resignación.
Fue tanta la voluntad, no obstante, que puso el municipio que se le dio por muerto al muchacho.
Celebraba ya la villa el acontecimiento de los hechos previsibles cuando un oh sonó entre la concurrencia.
En realidad nunca habían hallado el cadáver, pero hasta la justicia había tenido por defunción su caso. De aquella sierra no se salía con vida si alguien se adentraba entre sus lobos, sus osos y su particular general invierno. En realidad meterse en ella allí era el sistema oficioso de proceder a un suicidio.
No era el primero que había cogido aquel camino y no había vuelto. De hecho, como decía, era la forma particular que allí se tenía para las defunciones propias: un secreto a voces que todo el mundo aunque no se hablara conocía.

En aquel lugar mágico la gente moría por procedimientos casi democráticos: circulaba un espíritu colectivo bastante nítido que operaba de tal manera y acababa con los pobres incautos que demostraban en algo tener ideas propias o querer tenerlas. Allí sólo tenían derecho a pensar los adornados por el dorado metal.
Corría un materialismo del referido tipo por la escasa afición a la lectura y en general a todo lo escrito. Se ve que la avidez por verse los unos a los otros era poco compatible con la afición al estudio.

Dos.
Pero Jacinto había conseguido atravesar la sierra (la de los lobos y la de la ignorancia) y había logrado seguir vivo.
Apareció en el desfile de carnaval de aquel año y el pueblo no pudo evitar prorrumpir un oh como si su aparición tuviera el mismo cariz con el que se reciben en general los prodigios.