En la cocina de su casa y bajo el imponente dominio maternal, Alejandro, un niño de once años, se hallaba aherrojado a la tediosa faena de desgranar porotos. Sometido hacía ya diez minutos, cabizbajo y falto de energías, abría uno tras otro los morados capullos cuyos blancos frutos, al lunes siguiente, y coaccionado por su madre, tendría que degustar. Aquella injusta condena recibió las enérgicas protestas del rapaz apenas fue emitida. Sin embargo, sus quejas rápidamente fueron ofuscadas por la voz de su madre, cuya impetuosidad lanzólo en silencio al piso plástico en que ahora sufría su irrazonable tortura.
Fue, abstraído en ese martirio, cuando a la distancia escuchó los animosos llamados que clamaban por su atención.
—¡Jano! ¡Jano apúrate!
Aquello despertó de súbito el ánimo del chiquillo, renovando todas sus energías; los gritos se presentaban como una milagrosa señal de salvación, y si no, al menos lo haría como una pequeña distracción. Por tal razón detuvo todo movimiento y giró rápidamente la cabeza hacia donde procedía el llamado, y como si se tratara de la segunda llegada del mesías, Felipe, su hermano menor, entró vertiginosamente y con gran fragor por la puerta principal.
—¡Jano—exclamaba el recién llegado jadeando de felicidad—, pusieron un auto debajo del sauce!
El condenado, al escuchar la noticia, soltó los porotos que tenía en sus manos e inmediatamente se levantó del piso plástico en que se hallaba, emprendiendo una desenfrenada carrera junto a su hermano. Empero su tentativa de escape no alcanzó a extenderse más allá de la sala de estar, pues la voz maternal, siempre despótica y retumbante, detuvo a ambos en su huida:
—¿Y para dónde creen que van, a ver?
Alejandro, sin desanimarse y marchando en su puesto cual si no quisiera perder el impulso que había tomado, preguntó impaciente a su madre:
—Mami, ¿puedo ir a jugar a los columpios?
—Primero termina de ayudarme y luego vas—respondió sentenciosa la mujer. Y dirigiéndose a su segundo hijo agregó: —Y tú, Felipe, ven también.
A pesar de las protestas con que este último, antes libre, intentó zafarse de aquella sentencia, las siempre amenazantes órdenes maternales lo obligaron a buscar un puesto para sumarse al suplicio que su hermano ya había retomado.
Era la aparición de un vehículo abandonado bajo el enorme sauce lo que dominó sus pensamientos durante la ejecución de la tarea. Aquel árbol de ancho tronco libre de imperfecciones había frustrado todos los intentos de los infantes por conseguir alcanzar su largo ramaje. Incontables veces Alejandro y su hermano menor Felipe recurrieron a la maniobra de entrelazar los dedos con las palmas mirando hacia el cielo a modo de peldaño para lograr sortear la altura que los separaba de las ramas. Sin embargo, aquella técnica ancestral sólo conseguía dejar al mayor colgando incómodamente durante varios segundos sin permitirle continuar la escalada, y al menor con las manos adoloridas y sucias.
Es por eso que Alejandro había reanudado todas sus esperanzas al oír la noticia del nuevo elemento que había aparecido bajo el viejo sauce.
De este modo, y con las emociones reprimidas, ambos permanecieran cabizbajos procurando concluir pronto con su condena.
Al fin, después de treinta minutos, cuando el último poroto fue desgranado, Alejandro, sintiéndose libre de todo trabajo, preguntó alborozado si estaban licenciados a dar rienda suelta a sus juegos. Felipe, ante la pregunta de su hermano, miraba a su madre expectante, sin movimiento alguno; mas, como si fuera el disparo inicial de una corrida, el sí emitido por la mujer los lanzó en una desenfrenada carrera que no les permitió oír la advertencia de su progenitora:
—¡Cuidadito con andar haciendo maldades!
Aquella tarde de verano dominical se hallaba bajo el resguardo de un cielo completamente azul en que la brisa fresca ofuscaba el envolvente calor del ambiente. Los gorriones posados en los cables cantaban cual si celebraran la licencia de los rapaces, y sólo su vocalización se oía en el tranquilo ambiente que únicamente en un pueblo pequeño y un día domingo se puede apreciar.
Los hermanos, corriendo libremente por la calle, ya desde los confines de su casa lograban divisar el automóvil que les brindaría una nueva oportunidad en sus intentos de balanceo.
Habían pensado en ir a buscar a José y Luis Sánchez, sus vecinos, pero la impaciencia con que aguardaban reanudar sus aventuras en aquel árbol no les permitió detener su marcha. Además Felipe no gustaba de su presencia, pues aquellos hermanos se caracterizaban por sobrepasaban los límites de la prudencia, exponiéndolos siempre a situaciones de riesgo que acababan con la diversión de los juegos.
Mas, sonrientes, llegaron bajo el árbol.
Alejandro intentó inmediatamente subir al techo del vehículo, haciendo sonar el metal del capó, mas la cautela del menor, despertada por la ansiedad que el mayor mostraba, le hizo detener su actuar.
—Jano—dijo Felipe bajando el tono de su voz—, ¿y si nos reta la señora Yoyi?
—Pucha, oh—deploró Alejandro bajándose del vehículo y mirando a la casa que había en frente—, ¿entonces el auto es de ella?
—No sé—respondió el menor.
Los hermanos miraban de reojo la casa de aquella mujer conocida por no gustar de la presencia de infantes, y sin querer abandonar su idea de escalar el árbol comenzaron a hacer dibujos en la tierra, como si el quedarse más tiempo al lado del automóvil les brindara ciertos privilegios sobre él. La señora Yoyi, como todos la conocían, varias veces lanzó sus agudos gritos hacia los niños que risueños jugaban en la plaza de juegos, frente a su casa. Ante esto, los de carácter más débil detenían todos sus movimientos y esperaban al silencio de aquella anciana para luego retirarse, pero siempre existía aquel chiquillo de fuerte actitud que respondía a los gritos de la anciana, intentando exaltarla a fin de generar una cómica situación. Felipe, el más prudente, temía por su integridad cada vez que uno de sus vecinos se burlaba de los gritos de la mujer, y desde aquella vez que la señora, incapaz de tolerar más insolencias, intentó atraparlos y golpearlos con una varilla caída del sauce, el pequeño sentía un inmenso temor cuando el ruido emitido durante sus esparcimientos perdía el control.
Después de un corto silencio de reflexión, Alejandro dijo al fin:
—Subámonos una vez no más y nos vamos
—No, súbete tú, no más—respondió temeroso Felipe.
—Bueno—repuso el mayor—, pero tú dime si sale la señora Yoyi.
Alejandro, ante la afirmativa de su hermano, subió rápidamente al capó y luego al techo del vehículo.
Felipe dividía sus miradas entre la casa de la anciana y los movimientos de su hermano, mas, cuando éste anunció su primera tentativa de balanceo con las varillas del sauce que ahora fácilmente alcanzaba, el centinela olvidó su labor, y cautivado por aquella escena que comenzaba a mitigar el miedo de ser descubiertos, concentró toda su atención en su hermano.
Alejandro, por su parte, tomó con ambas manos una gran cantidad de ramas a fin de hacer más seguro su vuelo, y dio pequeños pasos hacia atrás para conseguir la fuerza suficiente en aquel salto de fe.
—¡Mírame, Felipe!—exclamaba el alborozado niño—¡Ahora me voy a tirar!
Y Felipe, presionando su mandíbula, contempló el vuelo de su hermano.
La sensación que inundó el corazón de Alejandro al momento de separar sus pies del techo de aquel vehículo, ahogó un grito que sólo en el retorno a la plataforma logró liberar. Emocionado ante su exitosa maniobra y deseoso de aumentar la fuerza de las emociones, tomó con sus manos una rama de mayor longitud a fin de concretar un vuelo que brindara mayores sensaciones.
Felipe, quien ya había relajado sus mandíbulas al ver a su hermano en una posición más segura, despertó de su impresión y sintió inmediatamente temor de que aquel osado salto recién anunciado no contara con la misma suerte del anterior. Entonces, reprimiendo a medias su miedo, dijo en voz suave:
—Ten cuidado, Jano.
Alejandro sentía esa ciega seguridad llena de placer que llega tras realizar exitosamente un primer acto temeroso. Ya tenía bien sostenido el ramaje del segundo salto, y sin decir nada, concentrado sólo en devolver a su cuerpo los matices emocionales que languidecían con la espera, abandonó con sus pies el techo del vehículo, recogiéndolos en el aire para dar a su vuelo una sensación de mayor altitud.
Felipe nuevamente presionaba su mandíbula, cual si él estuviera sosteniéndose de las ramas. No dejaba de mirar a su hermano y sentía la emoción de quien se le es otorgada la libertad después de mucho tiempo, mas simultáneamente sentía el temor renaciente de ser descubiertos. Y en esta escena que en describir nos demoramos más del par de segundos que realmente duró, un inesperado suceso se sumó al cuadro, despertando como un choque eléctrico todos los miedos del menor.
—¡Qué están haciendo, cabritos de porquería!—dijo una anciana y aguda voz desde la casa del frente.
Felipe, quien reconoció inmediatamente el origen de aquel grito, se sobrecogió de sobremanera y, alarmado, mientras comenzaba a agitarse, gritó:
—¡Jano, la señora Yoyi!
Alejandro, en el clímax de su vuelo, miró hacia aquella casa en donde vio a la anciana mujer, que con su delantal azul de listones blancos se acercaba hacia ellos. Asustado con aquella inesperada aparición, intentó devolverse pronto a la plataforma halando con mayor fuerza las varillas, sin embargo, a causa de esta impremeditada acción, el punto de unión con la rama mayor cedió, dejando caer al rapaz directamente hacia el suelo.
Tanto Felipe como la anciana quedaron petrificados en su lugar mientras contemplaban la caída de Alejandro, quien aterrizó bruscamente con su espalda desde aquella considerable altura.
Tras sentir el seco golpe, y falto de respiración, Alejandro se levantó cual si hubiera aprovechado el rebote de su cuerpo, y encorvándose con una mano en la espalda como intentando sobarla, corrió llorando fuertemente hacia su casa en busca de la ayuda maternal.
Felipe, preocupado por el estado de su hermano, aprovechó la huida de éste para escapar de las reprimendas seniles, dejando a la señora Yoyi riendo a carcajadas de la desdicha de Alejandro.
El afectado, que había corrido encorvado desde el sauce hasta su casa, estaba desesperado por encontrar a su madre. Intentó abrir la puerta principal, pero antes de salir, su hermano menor la había cerrado completamente. Sin hallarse en ánimos de golpear y esperar, rodeo la casa para entrar por la puerta trasera, en donde a través de la ventana fue al fin visto por su progenitora, quien abriendo desmesuradamente los ojos al ver el semblante agónico de su hijo, secóse las manos para abrir la puerta y recibir al desvalido.
—¿Pero qué te pasó, hijo? —preguntaba alarmada la madre, mientras llevaba a su hijo al dormitorio.
—Me caí, mamá—decía Alejandro entre largos aullidos de dolor.
La cuidadora entonces recostó en su cama al herido, calmando el llanto lastimero que tan sólo exteriorizaba los miedos de dolencias desconocidas. El golpe en la espalda, como dijimos, habíale dificultado su respiración, dándole ideas de muerte por asfixia durante el trayecto desde el sauce a su hogar, y las lecciones de su escuela que le enseñaban la importancia de la columna vertebral, lo llenaron de temores de no volver a caminar. Eran estos miedos los que aumentaron los llantos del menor, que poco a poco, gracias a la calma infundida a través de las palabras de su progenitora, desaparecían de su imaginación infantil.
Pasado un momento, el niño, que se hallaba con los ojos cerrados, cual si fuera un enfermo terminal, recibía la visita de su hermano Felipe, quien, mirando con compasión al afectado, informaba a su madre de los hechos acaecidos bajo el sauce. Ésta, enterada entonces, miraba al desdichado con reprimidos deseos de amonestarlo, mas viendo que su hijo ya se encontraba en un estado de mayor tranquilidad, y conociendo la poca gravedad de la situación, recordó las labores que había interrumpido para socorrer al desdichado.
—Cuida a tu hermano un rato—decía la mujer dirigiéndose al menor y poniéndose de pie—, que tengo que terminar de preparar el almuerzo.
Felipe asintió y se acercó a su hermano. Miraba a éste como si se tratara de un elemento en extremo delicado, no quería tocarlo pues sentía que avivaría los dolores ya mitigados y no quería ser culpable de tal descuido. Empero su curiosidad, despertada con las imágenes de la caída presenciada hacia unos minutos, le impulsó a formular una singular pregunta:
—Jano—susurró— ¿te quedó un hoyo en la espalda?
Y Alejandro, aún con suspiros de un llanto ahogado, esbozó una sonrisa que pronto traspasó a su hermano, mostrándole a su mundo la rápida superación de sucesos desafortunados que caracteriza a los niños cargados de esa energía pueril.
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