Había una vez un hombre, inteligente como ninguno. A la semana de haber nacido ya había aprendido a hablar, y a los siete años ya se estaba recibiendo de tres universidades distintas. Su ingenio era impresionante, la policía lo citaba para resolver casos imposibles, los presidentes le pedían consejos y la gente su autógrafo. Sin embargo había algo en la cabeza de Pedro, algo que lo consumía interiormente, eso eran los grandes misterios. Así fue como empezó a resolver mitos y leyendas. Descubrió que los únicos seres vivos en todo el universo somos nosotros, descubrió que pie grande, el chupacabras, los fantasmas, las sirenas, el monstruo del Lago Ness y todas las demás criaturas mitológicas como lo son los duendes, elfos, y unicornios no existían. Descubrió todos los animales existentes, tanto del mar, como de la tierra. Pudo responder toda clase de preguntas como ¿Qué somos? ¿Cómo empezó todo? ¿De dónde venimos? Lo único que no había descubierto, es que resolver todas las incógnitas que mantenían al mundo expectante de que algo extraordinario sucediera, lo único que lograría sería generar un faltante, algo con que rellenar todas esas cosas que ya no estaban rondando en la mente de las personas. La gente comenzó a estar triste, ya sabían todo. Conocían su pasado, su presente y sabían que ocurriría en un futuro. Esta tristeza no tardó en llegarle a Pedro, que rápidamente consiguió una solución. Juntó todas sus pertenencias más importantes y un poco de comida y las guardó en una valija. Agarró un papel, escribió un par de garabatos indescifrables y se marchó.
Al día siguiente todo el mundo se preguntaba donde estaba Pedro, que le había pasado, y no había una persona que no se partiese su cerebro pensando que eran aquellas raras escrituras que le había heredado a todos los humanos.