Sobra el ruído, sí, el apuro, ajetreo, rabia, sueño y delirios, pero hay cierto momento en que la ciudad se ahoga, es justo casi de golpe, dependiendo siempre del día, la hora, pero sucede. En ese momento la entropía se eleva en cautela, y no se sobrevive sin paranoia. Bien entrada la noche las cortinas de hierro forran las avenidas, la acera es al menos cuatro grados más fría, y los cartones arrastran trapos al suelo para dormir en olvido al menos hasta cuando toque quebrar el silencio. Las jerarquías cambian, y ahora los vigilantes no llevan uniforme. Varios chicos bastante jóvenes, recorren las cuadras en bici, avisando si la policía viene o si algún transeunte camina por donde no debe y cargando algo que podría, al menor error, dejar de pertenecerle. Se revisan bien los postes, los techos, las esquinas, las señales de transito, basureros, farolas, todo sirve para guardar mercanciás, y la ciudad se torna en un baúl que alberga cuanto metal o química se requiera. Podés caminar por allí, pero serás observado. Al menos cuatro personas sabrán en qué cuadra estás y que llevás encíma estando a cientos de metros de vos. A veces detona el encuentro, y el plomo silva entre quienes controlan y quienes quieren controlar, si tenés buena suerte, te perderás el fuego cruzado. Cada moto que pasa podría romperte los nervios. Por eso, por más y no para menos, se forra el resto, en alambres de puas, en navajas, madera, hierro, supone el viento que el día mata la noche, y esta entre sombras, susurra venganza. |