Capítulo 25: “Todo Destino Busca a su Dueño”.
Nota de Autora:
No tengo novedades, mis estimados, así que paso derecho al capítulo…. Quizá para la próxima nota de autora os tenga una lista de las mejores películas que he visto en mi vida y el personaje que me moló de cada una… Y que he visto buen cine, he visto buen cine…
Bien, para no alargar más esto, colocaré como sugerencia la canción Hoist the Colours de Hans Zimmer para Piratas del Caribe: En El Fin Del Mundo.
Una Semana Después…. Bueno, después de una semana sin veros, creo que os merecéis una explicación: el domingo pasado me picó un bicho de dudosa procedencia y el muy infeliz me dejó el tobillo que ni les cuento… tuve que hacer reposo varios días y no pude escribir…. Pero eso ya pasó y heme aquí, de regreso. Otra cosa, la frase que da título a este capítulo me la dijo muy sabiamente mi sandía, mellon, estimado enano, amigo Dumi, a quien va dedicado este episodio.
Las rejas oxidadas de la celda se abrieron quejumbrosamente, dando paso a la figura de un hombre fornido que se perfiló a la apagosa y nimia luz del sol que apenas si entraba por el ojo de buey que las inclemencias del tiempo habían cincelado en la raída muralla. El hombre, vestido impecablemente con el traje rojo de la Marina Británica hizo una señal a dos de sus pares, al parecer de menor rango que él, para que lo esperaran en el pasillo, mientras que él ingresaba en la celda taconeando lentamente, con deleite, en el piso de madera.
Liselot Van der Decken no quiso mirarlo a la cara, sencillamente no podía, ¿es que acaso alguno de vosotros miraría de buen grado a quien será vuestra muerte? Dos de sus tres acompañantes alzaron la barbilla y miraron al soldado con arrogancia, el otro, al igual que ella, prefirió mantener los ojos cerrados y no mirar, sencillamente ignorarlo todo, fingir que seguían durmiendo, quizá así la muerte dolería menos.
El hombre siguió andando claramente hacia Liselot y, sin previo aviso, le dio una feroz cachetada que a ella la hizo respingar y abrir los ojos de golpe. Acto seguido se sintió una confusión de grilletes moviéndose furiosamente: eran los tres compañeros de Liselot que habían reaccionado y no pensaban en lo absoluto en quedarse de brazos cruzados mientras ese hombre la agredía, por supuesto que la defenderían. Sin embargo, atados como estaban, no podían hacer mucho al respecto y el hombre sonrió triunfalmente.
-El pasaje se le ha acabado, capitana Van der Decken-dijo, pronunciando con especial sarcasmo la palabra “capitana”.
Liselot no alcanzó a darse cuenta de en qué minuto el soldado británico dirigió una fugaz mirada hacia afuera, ni de cuando los dos militares que aguardaban del otro lado de la reja entraron, ni cuando le quitaron los grilletes que la adosaban a la pared sólo para colocarle unos nuevos. La operación se repitió tres veces más, momento en que los cuatro piratas holandeses fueron arrastrados con celeridad hacia afuera.
-¿Dónde estamos?-preguntó Liselot armándose de valor.
El hombre largó una risita burlona.
-Espera y verás, capitana-fue la respuesta.
Llegaron a la cubierta del navío. El viento les golpeó en la cara. Volver a respirar. Recuperar la vista. Todo era tan maravilloso. Era recordar los sentidos tan largamente olvidados por un lapso de casi un mes en el cual sólo hubo mala comida, humedad y una higiene miserable. Liselot parpadeó con fuerza para aclararse la vista. Sintió cómo iba a desmayarse, no supo si era por las malas condiciones de vida que llevaba hasta ese momento o porque la sorpresa la había dejado anonadada. La bajaron a ella y a sus hombres de la cubierta a empellones.
-Conque el Támesis, ¿no, capitana?-le preguntó uno de sus hombres, prudencialmente en su lengua mater.
Y no podía ser otra cosa. El río de Londres, con su activa navegación fluvial era el lugar donde estaban. El comercio los envolvería si no estuviesen siendo vigilados y rodeados por una gruesa rueda de marineros del rey. Ahí estaba el célebre Palacio de Buckingham y más allá estaba la Torre de Londres, lugar en el que ya habían estado antes y del cual no traían recuerdos muy gratos…. bueno, de hecho nada gratos… Liselot supo de inmediato que iban a intentar ejecutarla, pero Lodewijk estaría ahí y lo evitaría… no era un instinto nada más… era, sin presumir, una de las piratas más buscadas por Inglaterra, a esas alturas todo el Reino Unido sabría que la llevaban de regreso a la horca.
-¿Cree usted que vengan, capitana?-preguntó el mismo hombre.
-No quiero creer que vengan, si lo hago, será su muerte-confesó ella.
-¿Y qué le da la seguridad que vendrían?-preguntó él.
Fue el único momento en que la joven volteó hacia él y le miró a la cara.
-Maestre, cuando uno cree en algo, es porque su alma tiene la certeza de que es real-dijo.
No tuvieron más tiempo de seguir platicando. Un soldado empujó a Liselot hacia un carruaje completamente negro, metálico y medio corroído por la humedad del puerto fluvial. La subieron y cerraron la portezuela enrejada. Las ruedas chirriaron contra el suelo de piedra de la ciudad. Liselot dejó de sentir el ruido del agua, el viento en su rostro y de oír el graznido de las gaviotas que tanto había extrañado. Pasaron por el Palacio de Buckingham y, no mucho tiempo después, chocaron con un imponente edificio compuesto de varias alas, la más importante era una amplia y alta torre de impecable color blanco: la Torre de Londres, de donde los pocos que salían con vida iban a dar a Trenton o a la mismísima Colina de la Torre, de donde ya no volvían a mirar el mundo nunca más.
La bajaron con rudeza y, tras subir una escalera tras otra, abrieron una desvencijada puerta de madera, la cual, con un crujido, dejó a Liselot entrar. Le quitaron los grilletes y la dejaron dentro, sola, sumida en la total oscuridad, sin siquiera una ventana.
En un inicio, Liselot se sentó en el camastro que le habían dado. No caería en la desesperación, no podría hacerlo. Lowie vendría, estaba segura. Entonces surgió ante ella la imagen de Lodewijk, su mejor amigo, pereciendo en la horca. Era sólo su imaginación, pero no pudo evitar un estremecimiento corriendo por todo su cuerpo: él era la persona que menos merecía la muerte luego de todo lo que había hecho por salvarla. Sin embargo, eso sería lo que sucedería si él llegaba a aparecerse el día que fueran a ejecutarla y ella no podría hacer nada por evitarlo. No podía sino evitar pensar en él, evitar pensar en el Evertsen, evitar desear que la rescataran, era mejor que eso no sucediera: no quería poner en riesgo a nadie más por su culpa.
El tiempo siguió pasando… en otro tiempo hubiese tenido esperanza de que vendrían. Ahora no, ya no quería tenerla; quizá, después de todo, era completamente lógico e imposible, lo más probable es que en el Evertsen no hubiesen tenido cómo enterarse de su pronta ejecución.
Quizá, en otro tiempo, hubiese entrado en pánico. Después de todo, esperanza no es sinónimo de tranquilidad. Hubiese sido inevitable sentir miedo, como la primera vez en que había estado en la Torre. Quizá hubiese llorado… pero su vida había dado vueltas y, en gran parte, había endurecido su corazón consigo misma, aprendiendo a resguardar gran parte de sus emociones. Con los demás era otro asunto, seguía siendo la misma Liselot de siempre: fácil de enternecer y emocional, fácil de conmover. Había visto demasiadas cosas en los últimos casi cuatro años como para que eso pudiera sorprenderla y aterrarla. La cárcel, los secuestros, los tiroteos, la muerte… ya estaba acostumbrada. Pero era quizá un poco difícil de aceptarla, sobrellevarla estando sola, porque debía admitir que gran parte de sus esperanzas estaban puestas en los demás.
Le pareció ver, en lo más profundo de su corazón una noche oscura, lluviosa, horrible. La cubierta del Evertsen lavándose, el mar embravecido, la gente batallando. Su padre sobre sus rodillas, el rostro cada vez más pálido:
-Lleva el Evertsen a casa-decía.
Y, como a través de una ensoñación, desapareció. Liselot se quedó anonadada: había roto una promesa, eso no podía quedarse así. Pero, ¿qué hacer? Encerrada ahí era imposible reaccionar.
La hora siguió pasando y Liselot perdió sencillamente la noción del tiempo. ¿Sería de día? ¿Estaría anocheciendo? ¿Sería de día otra vez? No tenía idea.
En lo más profundo le pareció ver a Ivanna… le había fallado sin siquiera poderlo evitar. Cada destino busca a su dueño y ella no tenía ninguna trascendencia en eso, no podía cambiarlo aunque quisiera. Si tan sólo tuviera en ese momento una idea, una maldita idea, todo sería diferente…
El agua impactó con brutal fuerza contra el cuerpo de Liselot, helándola. La muchacha abrió los ojos.
-¡Arriba, haragana!-le exclamó un soldado.
Liselot se levantó del camastro, pensando que era increíble que hubiese podido quedarse dormida en una situación como esa. Tendría que haber permanecido despierta, tendría que haber pensado alguna idea, ¡no podía traicionar su promesa ni abandonar a Ivanna de esa forma!
Un soldado se acercó a cerrarle los ojos con una venda y otro le colocó un grillete alrededor de las muñecas, las cuales mantuvo siempre adelante. Sin más comenzaron a arrastrarla por las escaleras, cada tanto tiempo tropezando y obligándola a ponerse de pie sin miramiento alguno a punta de azotes y golpes. Cuando llegaron abajo, la subieron a un carro que aguardaba abajo.
Durante todo el trayecto Liselot escuchó las hortalizas y gritos desalmados de la gente deseándole la muerte y que se fuera al infierno luego de perecer. Varios huevos podridos y tomates fueron a impactar contra su cuerpo. No tardaron mucho, sin embargo, en llegar hasta la Colina de la Torre, localizada al norte de la prisión. Cuando la bajaron, los insultos siguieron por largo rato y los proyectiles en modo de verdura también.
El verdugo la subió al patíbulo, al menos eso sintió ella, porque percibía cómo la forzaban, con nada de delicadeza, por cierto, a subir gradas de madera crujiente y que amenazaba con ceder en cualquier momento. Una vez arriba le quitaron la venda. Sólo entonces pudo ver la cuerda, la horrible y maldita cuerda colgando del gancho, la trampilla que cedería en el momento inoportuno, la multitud al frente suyo amenazándola y acusándola de haber asesinado familias, destruido vidas y un largo etcétera. A sus lados estaban los tres desafortunados compañeros que habían tenido la mala suerte de haber estado con ella hasta el final.
-Hasta siempre, capitana, si tuviera un sombrero me lo quitaría ante usted… por supuesto, si tuviera las manos desatadas-dijo un hombre de sobre cuarenta años en su holandés natal, jugando con la ironía para no quebrarse ante el momento. ¡Era tan horrible morir entre el odio! No pudo evitar, incluso, sentir un poco de culpa.
-Un placer servirla, capitana. Hubiera muerto de buen grado por usted y hubiese peleado a su lado hasta el final-dijo otro hombre de la misma edad, pero ligeramente más serio y formal.
-No hay nada que agradecerle, por su culpa vamos a morir-dijo el tercero.
-La muerte sólo es de paso, muchacho-intentó calmarle el primero.
-Él tiene razón-intervino Liselot por primera vez en la conversación-: si no los hubiese forzado a venir, no estarían aquí ahora…es más, si no hubiese accionado ese botón… nada de esto estaría sucediendo-dijo ella.
-No se culpe, capitana: Sheefnek es el que tendría que colgar de esta cuerda…-dijo el segundo.
En ese preciso momento llegó el clérigo de turno hasta el patíbulo y pidió que bajaran los cuatro delincuentes para poderles dar el último sacramento.
Liselot fue la segunda en bajar. Sintió cómo una riña estallaba en el público, riña que pronto se volvió un griterío. Dirigió una mirada fugaz y sus ojos se posaron en los de otra persona.
-¿Lowie…?-murmuró, sin poder creer que los ojos que se clavaban con tanta seriedad en los suyos pertenecieran a su mejor amigo, quien estaba ahí protegiéndole.
La obligaron a continuar. Detrás de una tarima el clérigo les esperaba con expresión amable.
-Dime, hija, ¿hay algo que quieras confesar?-preguntó en dirección a Liselot.
Liselot, pensando que sencillamente había alucinado al creer que había visto a Lodewijk contestó:
-Traición, he traicionado a mi familia, a mi padre no le cumplí y a mi hermana la abandoné a su suerte-dijo y continuó explayándose.
Sin embargo, Liselot no tuvo mucho tiempo de continuar: un torpedo impactó contra el patíbulo incendiándolo por completo. La gente comenzó a gritar y a buscar al culpable, quien, desde luego, supo ocultarse para no ser notado. Mientras el patíbulo ardía en llamas y los soldados se exaltaban y la gente gritaba despavorida, dispararon, desde distintas partes, proyectiles, que impactaron en el fuego y estallaron en bellos colores: eran juegos de artificio.
La gente comenzó a aplaudir de buen grado y a acercarse en masa para poder observar mejor. Mientras el público se divertía con los fuegos de artificio que eran disparados desde los árboles que había en las cercanías y envolvía cada vez más a los militares, diversas personas provenientes del Evertsen infiltradas entre la muchedumbre se acercaron a los soldados ingleses y los apuñalaron uno a uno hasta que se abrieron paso detrás de la tarima.
Pero, ¿qué había pasado con las confesiones? Pues, al comenzar a gritar la gente y al notar que detrás de ellos la tarima ardía en llamas, amenazando con sepultarlos, el clérigo y sus ayudantes se quitaron los trajes y dispararon al verdugo y sus colegas ante el pasmo de Liselot.
-No nos olvidaríamos de usted, capitana-dijo Linda Freeman, cogiéndola del brazo.
La sacó de ahí, mientras sus colegas se encargaban de los otros marineros. Una vez afuera, Lodewijk, ya reunía al resto de la tripulación, dando la señal de que era momento de irse de ahí: disparó un fuego de colores y, cuando la gente ya iba a voltear, de cada árbol dispararon artilugios de igual naturaleza contra el ardiente patíbulo, continuando el espectáculo. De inmediato los marineros se allegaron hacia Lodewijk. El muchacho, al girar, vio que llevaban a Liselot hacia él y no pudo contenerse en correr hacia ella y sujetarla contra su cuerpo. Cuando vieron que estaban todos partieron rumbo al Támesis, donde les esperaba un bajel muy parecido a The Storm y a The Queen of Sea, y subieron sin que nadie hiciera intento alguno por evitarlo. En cosa de un par de horas estarían en aguas abiertas y podrían volver a bordo del Evertsen.
Contra la voluntad de Liselot, fue Lodewijk quien dirigió el barco, abogando que la muchacha estaba muy débil como para hacerse cargo del mando. Así que no tuvo mejor idea que sentarla en cubierta frente a un buen plato de ensalada que habían conseguido y aliñado en mucho limón, y explicarle cómo es que la había encontrado contra todo pronóstico.
El día 12 de febrero, apenas su grupo fue abandonado en una de las tantas islas desiertas del sector, uno de los marineros del Evertsen sacó de entre sus pertenencias que no le habían quitado su celular. Por suerte aún encendía. De entre sus ropas extrajo un drone en miniatura y plegable que solían ocupar en las misiones de espionaje con su respectivo cable y joystick. El aparato comenzó a elevarse y, guiado por su dueño dejó de enfocar la isla de la que había salido, comenzó a filmar el área. Sin embargo no pasó mucho tiempo hasta que cayó en tierra tras un piedrazo arrojado por un marinero que estaba en la costa de la isla que el aparato sobrevolaba. El hombre se lo quedó mirando dubitativo, sin embargo, cuando comenzaron a apurarlo para que subiera abordo no pudo evitar tomarlo pensando que era una total rareza la que había encontrado.
Al día 25 de febrero se perfilaba brumoso, eran apenas sí las primeras horas de la mañana. Iban tranquilamente pasando por el Canal de la Mancha cuando un navío de casco completamente metálico y antenas del mismo material los interceptó. En la parte más baja de la proa llevaba en letras que antes habían sido blancas la inscripción HMNLS Evertsen y una bandera pintada de colores gastados, ya imposibles de ver. En el mástil mayor –en realidad era un radar- se izó furiosamente la Jolly Roger.
La tripulación inmediatamente sucumbió ante el pánico. No tenían preparación militar: eran mercantes que transportaban caña de azúcar, café y materias primas provenientes de América Central e intentaban comerciar en Dinamarca, aunque navegaban bajo la estampa francesa.
El capitán, sabiendo que nada más podían hacer, decidió izar la bandera blanca. El Evertsen navegó la poca distancia que les separaba y sus marineros les abordaron. El que parecía ser el capitán, un muchacho de apenas si veinte años, se acercó al mandamás francés seguido por un compañero.
-¿Qué transportan?-preguntó el compañero, traduciendo la pregunta de su mandamás, quien no era sino Lodewijk Sheefnek.
-Caña de azúcar, café-respondió el capitán francés lentamente.
Se acercó un marinero, quien no era sino el que había recogido el drone hasta ellos.
-Tío, puedo ayudarte-le susurró al capitán.
-No intervengas, muchacho-le respondió el capitán a su sobrino.
-Tío, fíjate, la inscripción es la misma-dijo el muchacho descubriendo el drone de entre una pañoleta de seda y mostrándole una inscripción que rezaba HMNLS Evertsen, la misma que el capitán juzgó que estaba en la proa del navío que les atacaba.
El tío del muchacho le arrebató el objeto de entre las manos y lo miró con más cuidado.
-Me lo entregas y tienes pase libre, aquí no ha pasado nada, ¿qué dices?-preguntó el compañero de Lodewijk por orden de este último, preguntándose qué mosca le había picado al contramaestre del Evertsen para ser tan caritativo.
El capitán del navío francés se vio en la obligación de acceder y dejar a los holandeses en libertad de retirarse de su barco sin represalias.
En la comodidad de la Cabina de Mando, Lodewijk encendió la cámara del aparato, rogando a todas las deidades en las que no creía –recordemos que era ateo- para que la máquina funcionara luego del feo golpe en el agua y los malos cuidados de esos marineros que habían pensado que era un simple trasto, artilugio del demonio.
Para su felicidad, el visor se encendió y pudo revisar el video más reciente. Se veía cómo se alejaba de una isla en la cual había cuatro marineros, pudo reconocer incluso al dueño del aparato. Luego seguía por entre las islas y se acercaba a un barco del cual lanzaban al agua a nada más ni nada menos que a Liselot. Sin embargo, la muchacha volvía a aparecer sana y salva en la playa en compañía de tres marines más. Apenas sucedía eso, el navío The Storm –eso rezaba la popa- daba la vuelta.
Sin embargo, The Storm no alcanzaba a virar completamente cuando aparecían tres bajeles de bandera británica, con completa apariencia de aquellos que navegaban para la Royal Navy. Volvía a virar, ahora hacia babor y se escabullía a toda velocidad entre el Archipiélago, seguido de cerca por dos de los barcos recién llegados.
Pero, la nave insignia se dirigía con toda calma hacia la isla en que habían dejado a Liselot y a sus tres acompañantes. Se bajó un grupo de soldados de la Corona Inglesa y tomaron a su mejor amiga y sus hombres como prisioneros a bordo del mentado bajel, que soltó amarras de inmediato, de regreso al lugar del que venían.
Ahí se escuchaba un golpe y la pantalla se iba a negro.
Lodewijk se había agarrado la cabeza con ambas manos, eso lo recordaba muy bien. Desde ese momento había ordenado navegar a toda prisa hacia Londres. Conocía el barco y la zona en que había ocurrido el incidente.
Todo había ocurrido en las primeras islas del Caribe, en su ala oriental, casi fundiéndose con el Atlántico, dirección en la que había partido el barco. Y no era para menos. Ese capitán que aparecía en la grabación tenía fama de llevar a todos sus prisioneros hacia Londres, no importaba dónde los encontrase, para juzgarlos ahí. Una prisionera como Liselot ya estaba sentenciada a la horca, no había salvación. Así que la ahorcarían en Londres, probablemente en la Colina de la Torre, y luego exhibirían su cuerpo en una jaula a la entrada del Támesis.
Ordenó ir a toda prisa hasta que tocaron puerto en la costa marítima más cercana a Londres, evitando, por supuesto, ser visto por la invencible Armada. Entró en la primera taberna que encontró.
-¿Irás a la ejecución?-escuchó que un hombre le preguntaba a otro.
La tabernera le sirvió cerveza a los marineros holandeses, quienes asintieron con la cabeza. Lodewijk se sentó en la barra con aire distraído para poder escuchar mejor.
-¿Ejecución?-respondió el otro.
-¡Ay, muchacho, tú siempre tan distraído! ¿No te enteraste de que hoy trajeron a la Holandesa Errante?-le preguntó el que había hablado primero.
-¿La Holandesa Errante?-preguntó el otro a punto de atragantarse con lo que quiera que estuviera bebiendo, palideciendo severamente.
-Sí, hombre. La han traído hoy por la mañana, a primera hora, en uno de los barcos de Su Majestad y de inmediato la han encerrado en la Torre de Londres. La ejecución será mañana al amanecer-contestó el primero en hablar.
Lodewijk no necesitó saber más. Juzgó que hubiese pasado suficiente tiempo para no levantar sospechas, en el cual se bebió su cerveza y esperó que sus hombres hicieran lo propio. Luego, sin más, se puso de pie, pagó la cuenta por completo a la tabernera –quien se sorprendió de que aún hubiera gente honrada en este mundo- y reunió a su gente que, disciplinadamente, acudió al llamado.
Salieron al aire fresco de la madrugada, ya eran pasadas la una de la mañana.
-¿Qué hora es?-preguntó Lodewijk.
-La una y veinte de la madrugada, mi Contramaestre-dijo un marinero.
-¿A qué hora amanece acá en estas fechas?-preguntó Lodewijk.
-A las ocho, mi Contramaestre-le contestó el mismo marinero.
Sabiendo que tenía poco más de seis horas para poder llegar a Londres y pensar algo decente, Lodewijk decidió tomar la ruta del río para entrar en la ciudad. Si bien un barco es más llamativo de noche, sería más rápido.
Vieron un bajel –obviamente de bandera británica y la flama de la East India Trading Company-, específicamente una goleta de la cual bajaban sendos rollos de seda.
-Con esto le pagamos a la tabernera-dijo un marinero.
Acto seguido bajaron todos los marines y se fueron rumbo a la taberna de la cual venían Lodewijk y sus hombres. Cuando juzgaron que no había más movimiento en la nave, la abordaron y, tras dar un buen golpe a los vigías, a quienes arrojaron al agua, partieron río arriba.
A bordo, Lodewijk había descubierto los fuegos de artificio y había maquinado todo su inteligente plan.
No habían pasado muchas horas cuando entraron en la hermosa ciudad de Londres. Aún no amanecía. El tráfico fluvial era técnicamente nulo, así que nadie reparó en su presencia.
-¿Qué hora es?-preguntó Lodewijk.
-Las seis de la mañana-respondió el vigía.
-Deténganse aquí-ordenó al entrar en el muelle fluvial de la ciudad.
En la confusión de navíos arrojaron el ancla y, cuidándose de no ser vistos, desembarcaron. Pasaron por todos aquellos lugares que habían deseado no ver nunca más, incluida la Torre de Londres, frente a la cual Lodewijk se estremeció de sólo pensar las mil penurias que pasaría su amiga en esos momentos. Luego llegaron a la Colina y tomaron sus posiciones con suficiente tiempo antes de la Ejecución.
-Y ahora, tenemos que volver al Caribe-dijo Lodewijk sin permitir que Liselot le diera siquiera las gracias, era una persona a la que le gustaban los aplausos, pero no quería vanagloriarse frente a ella-: hay gente que rescatar.
-Tienes razón, Ivanna puede esperar-respondió ella mirando el horizonte.
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