Se trataba de una competencia en la que el último en llegar a la meta sería el ganador. Los cuatro participantes habían pasado días, meses e incluso décadas, de pie en la línea de salida, esperando a que alguno diera muestras de flaqueza. Pero pasaban las lunas sin que eso ocurriera.
Hasta que una mañana, ya siendo un anciano, con la barba hasta el piso y la boca sin dientes, el atleta de los Estados Unidos comenzó a caminar, y no paró hasta llegar a la meta. Ahí cayó de bruces. De inmediato fue atendido por los servicios médicos para luego ser trasladado a su país natal, donde le invadió una gran tristeza por haber perdido el metal dorado.
Entonces sólo restaban tres participantes.
Y pasaron más días, semanas y meses, sin que ninguno de ellos diera un paso al frente.
Hasta que una tarde, el representante de la isla de Cuba comenzó a lanzar gritos y a desgarrarse las ropas. Había perdido la cordura. Preguntaba hacía dónde quedaba el mar, quién era Fidel y hacía donde corría el tiempo. Pero nadie le respondió, y pronto acudieron los cuerpos de seguridad para sacarlo de la pista.
Al siguiente día fue trasladado a su patria, donde fue acusado de traición y finalmente fusilado.
Entonces quedaban sólo dos participantes.
Y pasaron días, semanas y lustros sin que ninguno de ellos diera un paso al frente.
Hasta que una noche, el competidor de la India comenzó a elevarse por los cielos hasta perderse en las estrellas. Luego de años de meditación, había alcanzado la sabiduría, y ya no era un ser propio de este mundo.
Los jueces tuvieron que revisar el reglamento para saber si la sublimación del alma era una acción permitida, y luego de horas de pláticas, llegaron a la conclusión de que era ilegal, por lo que el competidor hindú estaba descalificado.
De tal modo que el ganador, después de días y meses, años e incluso décadas, sería el atleta mexicano.
Con muchas dificultades, caminó hasta la meta, donde un par de señoritas lo esperaban para besarlo. Luego lo condujeron al podium, y finalmente le colgaron la ansiada medalla de oro.
El estadio estaba vacío, así que no hubo aplausos.
Y cuando llegó a su país, tampoco hubo nadie para recibirlo. Lo habían olvidado. Y sus seres queridos seguramente habían muerto.
Viéndolo ciego y casi sordo, el gobierno mexicano le brindó la oportunidad de vivir sus último días en un acilo para ancianos. Y ahí pasó días, meses e incluso décadas.
Hasta que en una madrugada, tomó su medalla y salió a dar un paseo. El mar estaba cerca, así que caminó hacia él, hasta perderse en el horizonte.
Nadie supo de su muerte, ni nadie recordó sus logros, por lo que en cierta forma... nunca había existido.
FIN
|