Daniel se dispone a chutear un córner. No es un partido de liga profesional, sino uno que se juega en cancha de tierra, sin señalización adecuada, con pequeños riscos asomándose en el suelo. Nadie transmite este encuentro, sólo unos pocos hinchas que se arraciman en la destartalada tribuna, se sacan fotos que luego subirán a su Facebook.
Los jugadores se arraciman en el área, abrazándose unos a otros para sacarse ventaja. El balón surca los aires y cae bombeado en el área, en donde un defensa lo aleja despavorido. Ninguno de los que juegan posee la extraordinaria situación de la que hacen gala los futbolistas profesionales que participa en el extranjero. Pero eso no importa. Ganar para ellos es importante, ya que es una panacea para todas las miserias que soportan día a día. Nada se compara a la gloria de un gol, cuando este cruza la línea de meta y se va a dormir entre los deshilachados cáñamos.
La mayoría de ellos frisa los cuarenta años y jugar viene a reemplazar cada uno de los sueños frustrados, cuando pensaban que podían llegar al profesionalismo. Ninguno descuella por su virtuosismo, algunos apenas saben dominar la pelota, otros sólo chutean sin tino ni inteligencia, lamentándose de no poseer condiciones que los catapultasen al estrellato, siendo fotografiados en primera plana de todos los diarios, apareciendo en la tele y deslumbrando a los más pequeños.
Daniel trabaja en una mueblería, pero su pasión es el fútbol. Es quizás es el que mejor se maneja con la pelota y aprendió a hacer algunos “lujitos” mirando a las grandes estrellas. Él es casado y tiene cuatro hijos a los que educa con lo poco y nada que gana en su empleo, más algunos trabajos esporádicos de pintura y gasfitería. Pero eso poco importa ahora, ya que se aproxima un delantero rival con la pelota dominada y el sale a su encuentro y lo derriba. Tal y como lo hizo cuando un ratero le quiso birlar su bicicleta. A ese lo pateó en el suelo y lo dejó llorando a mares. Pero a este otro sólo lo detuvo con un empellón que lo mandó fuera de la cancha. Todos se le vienen encima, unos para atacarlo por el violento foul y sus compañeros para defenderlo. El árbitro lo amonesta y le muestra un champú como subliminal mensaje de que a la otra lo manda a las duchas.
Viene el tiro libre y una vez más todos se agrupan en el área. El balón se va a las nubes y los defensas respiran aliviados. Faltan diez minutos y aún no se abre el marcador. El equipo de Daniel, el Barcelona de Quilicura está en las últimas posiciones de la tabla y corre el riesgo de quedarse sin liga. Por lo que urge que se quede con los tres puntos así que Daniel pega la carrera esperando un pase que le permita internarse en el área rival. Corre y avanza, pese a que está sentenciado, por el árbitro y por sus rivales. Los últimos para tomarse revancha por la falta cometida a su delantero. Sabe Daniel que el ataque será aleve pero disimulado para que no se note, para que no vayan a expulsar al agresor. Pero no teme, es hábil con la pelota en los pies y sabe encarar. Recuerda aquella vez que unos pelusones lo abordaron. Era tarde y amparados en las sombras, le exigieron que les entregara sus pertenencias. Él hizo como que se desprendía de su reloj, pero no, sólo pegó la carrera en la noche solitaria, mientras los rateros se iban quedando atrás. No era el jovencito de la película sino un hombre que huía para salvar su pellejo. Esta vez es diferente, pero parecido. El chueco Peña le envía el balón y él va apilando rivales con sus últimos arrestos. Cuando está a punto de pisar el área grande, el gordo Soto, uno de sus contrincantes, le pisa el talón y el pobre Daniel siente un desgarro. Cae al piso revolcándose entre las piedras, ya que acá no existe esa alfombra acogedora que verdea en los campos profesionales. El árbitro pitea la falta, faltando sólo cinco minutos. Entre varios lo sacan de la cancha para que el auxiliar paramédico revise su lesión. –Se salvó porque Dios es grande- recordó cuando el doctor que lo había operado de una peritonitis. Esa vez estuvo varios días en cama. Pero, la situación acuciaba en su casa y debió salir a trabajar en la mueblería, en donde ya le tenían un reemplazante. Pensaron que se moría y era importante continuar con la pega. Pero apareció, macilento, con un color amarillento en la piel, pero dispuesto a salir adelante. Al final, el tipo que debía reemplazarlo, se quedó en la bodega.
Acá era distinto. El gordinflón le había provocado un doloroso desgarro. Pero su instinto le indicó que era el momento de resarcirse de tantos contratiempos. Y cojeando regresó a la cancha dispuesto a patear el tiro libre. Sus compañeros le dijeron a coro que estaba loco, que se lesionaría aún más, que desperdiciaría el disparo, que pondría en riesgo su trabajo, que sus hijos padecerían las penas del infierno si él se quedaba cesante. Pero no, Daniel se colocó frente al balón, la última oportunidad de hacer algo por su equipo y luego de mirar al arco rival, en donde el grandote de Zulueta abría sus manazas esperando que la pelota pasara cerca, no lo pensó dos veces y disparó. Lanzó un grito de dolor en el mismo momento que la pelota traspasaba las manos descomunales del arquero y se iba a quedarse quietecita entre los cáñamos. ¡Gooooool! gritaron los hinchas del Barcelona de Quilicura, mientras Daniel se retorcía en el suelo. Sus lágrimas se confundían con el sudor, pero dentro de todo, estaba contento, porque un tanto como ese se goza el doble, tal como el destino a veces libera al hombre de situaciones amargas.
Lo sacaron como héroe de la cancha y sabía que después de esto, quizás ya no volvería a jugar nunca más. La hinchada estaba feliz y no intuía aquello. Sólo el gordo Soto se le acercó y apretándole la mano, le susurró:
-Perdóname viejo, perdóname.
Y se dieron ambos un abrazo que resolvía todos los entuertos. Porque al final el fútbol es como la vida y en cada segundo y en cada instante se deben superar los desafíos, aunque no salga después en los diarios. Aunque, todos continúen siendo simples personajes en el tinglado de la existencia.
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