Al entrar a la avenida no se percató de la presencia de un auto que los embistió arrojándolos hacia la vereda. “No pasa nada”, dijo, levantándose, sacudiéndose el polvo y ayudando a su amigo Danilo a ponerse en pie. Vio a su moto que estaba en medio de la pista destrozada y que llegaba mucha gente. “Noveleros”, les dijo y ambos se alejaron empujando la moto.
Luego en su casa, le dijo a Danilo que lo dejara en la biblioteca. Era su lugar favorito, donde pasaba la mayor parte de su tiempo, diagramando revistas que le encargaban, oyendo música o escribiendo algún cuento que le sacaría del anonimato. Cerca estaba un pequeño salón para recibir a sus visitas más íntimas y más al fondo casi llegando al patio, una pequeña cocina. Se sentía muy cansado. Quiso llamar a su hermana que estaría cocinando algún potaje. Escuchó que el perro perseguía al gato. Luego el sonido al cerrar la puerta de la sala. Calculó que sería Danilo quien salía. Se introdujo a su cuarto, quedándose dormido. No sabe cuánto tiempo. Cuando se despertó, el sol ingresaba por la ventana y se adormecía entre los libros regados en el suelo. Se fue al baño y al mirarse en el espejo se vio borroso. Se estrujó los ojos y pensó que tenía legañas. Se enjuagó la cara, mucha agua y volvió a mirarse en el espejo: lo mismo, la imagen borrosa de su rostro.
No hizo caso pensando que de repente tenga algo que ver el choque que tuvo hacía unos momentos. Volvió a su cuarto y se tendió boca arriba mirando a una araña que envolvía a una mosca. “La vida es una lucha constante justificada por el ganador”. No tenía hambre, tampoco sed. Recordó el trabajo y a Corina, la linda muchachita que le tenía loco y no sabía cómo hablarle de sus sentimientos. Vio salir a su hermana y estuvo tentado de llamarle, pero se quedó en la cama. Una hora más y salió de su cuarto al sentir una soledad abrumadora. No escuchaba voces en su casa, apenas los ladridos del perro. Se acercó al espejo de su puerta y se vio entero, nítido, sin ninguna mancha. Sonrió, creo que tenía legañas, pensó, o estaría mareado por el golpe. Se paró en la puerta y la gente pasaba rápida, sin ganas de voltear a mirarle. Un perro se acercó y husmeó sus zapatos. Gruñó un poco y se quedó sentado cerca a él.
Se puso las zapatillas para sentirse ágil. Era sábado y había que empezar a disfrutar del día. ¡Al diablo el trabajo! Tenía razón Danilo. Antes entró al baño para orinar y entonces el espejo le devolvió su figura borrosa, mucho más que la anterior, apenas visible. Retrocedió asustado, y casi lanza un grito. Ahí estaba él, pero no llegaba a verse. ¿Qué pasaba? Salió a la sala donde tenía el espejo grande y entonces contempló horrorizado su figura: su rostro se esfumaba poco a poco y su cuerpo se caía. Pero él estaba ahí, parado, erguido y lo que contemplaba era a otra persona, un joven que estaba camino a extinguirse. ¿Qué estaba pasando? Corrió hacia el fondo de la casa en un intento por buscar a su hermana, hacerle partícipe de sus temores. Pero no estaba. Quiso gritar y su voz salió ahogada. Nadie. Solo el perro que le seguía, tratando de husmear sus zapatos y pantalones. Entonces pensó en salir, buscar a sus amigos que estarían planeando la fiesta que tendría lugar más tarde donde pensaba hablarle a Corina de sus sentimientos. Buscó ropa limpia y al no encontrarla en su sitio quiso renegar, sin darse cuenta que el día anterior los había dejado colgados en el cordel, en medio del patio. Planchó una camisa y un pantalón a la ligera antes de meterse a la ducha. Mientras se afeitaba recordó que era sábado y sonrió pensando en Corina. Pero le molestaba no poder contemplarse en el espejo como él quería. Entonces se le metió a la cabeza si no sería parte de un sueño. ¿Cómo podría retroceder (si fuera posible) o despertarse y abrazar a su hermana? Ahora que lo recuerda: le había visto salir apurada y ella no tuvo tiempo de decirle una sola palabra, ¿o es que no se había dado cuenta que estaba parado en la puerta? Se quedó en el pasadizo del medio, junto al tronco de naranjos, pensando, tratando de entender por qué el perro no se alejaba de él. Maldita sea: ¿tenía ganas de orinarse sobre sus zapatos? No pudo más y decidió salir. Fue a su cuarto y para saciar su curiosidad se miró en el espejo y entonces su rostro lozano, atrevido, tierno, se apareció frente a él. Estaba igual y dándose suaves golpecitos en el rostro, exclamó “tengo una juventud atrevida”. Se dirigió a la sala. Se le ocurrió la idea de pararse frente al espejo grande, el que le devolvió la figura de un joven altanero, lleno de vida. Sonrió con ganas o al menos pensó que lo hacía, pero la imagen se quedó estática, sin devolverle la sonrisa, con la expresión dura. Él volvió a sonreír para sentirse retratado y lo que logró fue sentirse mal: cuerpo pesado, adolorido, con ganas de estar en el suelo. Entonces vio que la imagen del espejo se alzaba imponente, altiva, soberbia, como tratando de adormecerlo por completo, mientras que él, poco a poco, se iba desbaratando, empequeñeciéndose, desmoronándose en el piso de su sala, sin poder comprender cómo la imagen del espejo daba un paso hacia adelante y ganaba la calle.
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