La miró con su paciencia infinita.
Otra vez el ataque, otra vez ese desborde que hiere, que irrita, que se parece tanto al infierno. Aunque el infierno no debe ser tan helado como las palabras de su hija.
Sabía lo que debía hacer, lo tenía aprendido de memoria. La premisa era escuchar sin engancharse; contener sin ser condescendiente y mandar a cerrar las puertas.
Sabía que después del brote de palabras descordinadas, de gritos y reproches, venía la necesidad de huir, de escapar, que él tanto conocía.
La había sufrido por primera vez a los trece años cuando su mamá la puso en evidencia en una manía hereditaria que ataca especialmente a las mujeres. Y aunque en ese tiempo se la denominaba locura y a su paciente “puta”, ahora que conocía el nombre y las características tampoco podía comprenderlo.
Hizo lo que sabía hacer, abrazarla, tratar de ver en el fondo de esos ojos desafiantes los de su chiquita. Pero... era tan difícil.
Ella llegaba al límite con tanta suficiencia, con tanta facilidad, que los consejos del psiquiatra le parecían ajenos y absurdos.
En un impulso abrió la ventana y la desafió: -Si te querés matar, hacelo. Pero yo voy atrás tuyo.
Florencia estaba tan ajena, tan ida que traspuso la abertura y se tiró.
De repende el dolor cobró toda su magnitud y afloró en un grito desesperado de padre, mezclado con lágrimas de desconsuelo.
Hizo lo que no debía, se ablandó y demostró fisuras en su actitud. Sabía que estaban en una casa de una sola planta. Sabía que no había daño posible. Sabía que debía haberle hecho saber lo absurdo de su actitud.
Sabía, sin embargo, que ya no podría ser su papá.
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