Te recuerdo, Luzdina, soportando las lluvias de enero, en el pueblo de Huinguillo, sin saber si renegar por la lluvia o por el bramido de las vacas que descansaban en las casas vacías. Y alguna vez contaste que te atreviste a desafiar al río Huallaga para dejar mercadería en Juanjui y regresar ufana con algunos trapos que solías traer del pueblo. Y nadie era capaz de pararte, ni siquiera los abuelos; y aprendiste de la lección, como aquella vez que me salvaste (no recuerdo bien) de ahogarme en “Torito Bravo”, ese malpaso que muchas veces te ha hecho padecer cuando tenías la balsa sin muchas topas y no te daba tiempo para remar porque ahí nomás tenías a “Sepulver”, arrinconándote, queriendo llenarte de miedo, y tú, mujer de los viejos caminos, atinaste a cogerme del cabello para elevar un grito y darte valor para sortear los peligros.
Lejos quedó la época en que mi padre se alejó de casa sin poner ningún pretexto. Se marchó llevándose a Florida, nuestra perra, dejándote el sabor amargo en la boca, teniendo miedo de vernos crecer, huyendo de madrugada, como lo hacen los cobardes, antes que el abuelo se despertara y tío Jorge le propinara el puñete que tantas veces había prometido darle poco después que mi padre le asentara una patada a la abuela, durante una de sus muchas peleas contigo.
Y te quedaste a cuidar el huerto de frijoles, gritando por las mañanas, espantando a las gallinas que escarbaban y malograban tus plantas y tú sufriendo, gritando sho, sho, y nosotros con el palo siguiendo, sonriendo, porque era divertido espantar a los animales. Y al final de la tarde te sentabas sobre una piedra a la entrada de la casa, cansada de tanto acarrear agua del río Huallaga, y escarbabas en tu pensamiento el momento en que se te ocurrió escapar con Esteban Ríos, lejos de tu madre, pensando que era lo mejor que te había sucedido. Entonces no eras más que una joven adolescente que se llenó de ilusiones con el joven recién llegado al pueblo. Y qué ibas a saber tú que te llenaría de hijos que se quedaron contigo porque su cobardía no le permitió seguir a tu lado para vernos crecer, y llevarnos a la escuela y ayudara al abuelo con las carpetas y sillas que cada alumno llevaba al comienzo del año escolar.
Y conversabas con Eliobina, con Ruperto, con Blanca y con todos los que se detenían a contemplar tu gallinero que lo tenías a la entrada de nuestro terreno, como para que sintieran envidia de tantas gallinas que criábamos y no sabíamos qué hacer con los huevos y los pollos; y entonces armabas tu balsa sin importarte que el río estuviera crecido y los malpasos pudieran arrebatarte la mercadería y hasta la vida misma, y te ibas a Juanjui, a negociar. Y regresabas a pie, caminando los 27 kilómetros que distaban a nuestro pueblo, cruzando el río, a veces a nado, protegiendo tu ropa con una horquilla, llegando feliz, diciendo que estabas ufana de haber dejado marchar a tu marido, aunque nosotros sabíamos que, en el fondo, necesitábamos de una mano que nos ayudara en el huerto y en el cuidado de los animales. Por eso, de vez en cuando llegaba el abuelo y se entretenía arreglando el cerco o poniendo techo al gallinero.
Y entonces, saboreando un café, sentada sobre una estera de hoja de shapaja, volvías a contarnos la historia de tu vida, desde el momento en que tu padre enamorara a Juana y ella haciéndose de rogar, enojando a la abuela Florentina y entonces él, sin hacer caso de nadie, la llevó selva adentro aprovechando una actuación donde Juana era la presentadora. Eso te gustaba recordar, y ya nos sabíamos de memoria que el abuelo les alimentaba con pescado todos los días y regalaba a la población porque era generoso, y te enviaba donde Florentina para hacerle entrega de una porción de boquichicos, aunque ella después, sin decirte un apalabra, te ordenara arrojarlo en el corral de chanchos porque nunca aceptó al abuelo como yerno, y te reías como una niña escondiendo tu carita llena de lunares, para terminar recordando la vez que le diste una catana a tu amiga de escuela, una tarde de lluvia, y que la pelea duró cerca de una hora y solo se detuvieron porque empezaba a anochecer y tu amiga no podía soportar la andanada de golpes que le propinabas y a pesar que en ese momento habías tenido mucha cólera, al final del relato te ponías triste porque no recordabas el motivo de la pelea.
Y cuando conociste a Camilo Rengifo ya los años habían empezado a ganarte y la alegría se iba esfumando en ti para volverte nostálgica. Y con él nos fuimos a vivir a Tocache, lejos, como intentando olvidar todos los recuerdos de mi padre. El río, la balsa, el machete, la yegua, los tres perros que nos regalaron cuando llegamos a vivir a ese pueblo y cuanto animal pudiste criar fueron nuestros compañeros en las correrías por el bosque. Y ahí te vimos escarbar en la tierra húmeda, sembrando y cuidando las plantas de coca para tener el mejor sembrío, porque había un “profesor” que pagaba buen precio y un colombiano se alquilaba para dar el visto bueno a la producción de coca. Y lloraste una tarde que llovió de improviso porque no tuviste tiempo de guardar las hojas que estabas secando. Y la alegría volvió a ti, a pesar que los años te empezaban a doler y la gente te mirara con algo de lástima por eso de la cojera que habías adquirido por la hinchazón de tus piernas. Y tuviste la chacra más hermosa y otra vez volviste a criar los animales que se perdían en el bosque. Estabas feliz aunque a nosotros nunca nos gustó que pusieras el negocio de venta de cerveza, porque por ahí empezó la cosa. Hacías la competencia a la gorda María que tenía su negocio en “El Cruce”. Y sus enemigos terminaron siendo tus enemigos.
Cuando pienso en ti, siento orgullo de ser tu hijo, y vergüenza por no haberte sabido defender como debía cuando te sacaron de casa, diciendo que tenías culpa de la muerte de la gorda María, cómplice por no haberla defendido a pesar de los gritos de la mujer la madrugada del viernes santo y que amaneció cortada en mil pedazos en la parte trasera de nuestro terreno, cerca al gallinero. Se aprovecharon de la ausencia de Camilo Rengifo para condenarte y hacer de ti lo que la vida no pudo.
Luzdina, ahora estás descansando del largo caminar, y tus ojos duermen como mariposas adormecidas en una flor.
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