El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longue forrada de cretona. Hace unos minutos puso el punto final a un desafío que comenzó hace ya demasiado. Lo ha conseguido. Ha escrito el libro de un viaje sin salir de su despacho. Una novela tan fiel al recorrido como le ha sido humanamente posible. Lo demuestran las docenas de mapas y planos garabateados en rojo que hay por todo el suelo de la habitación. Hay libros de geografía plagados de notas, de historia apilados en los rincones, de antropología, de literatura. Todo está allí. En su libro de viajes cada caserón abandonado, cada arroyo, hasta cada flor, todos aparecen en su geografía exacta y con su nombre propio. Nadie le podrá acusar de tramposo. Es verdad que se ha ahorrado más de un dolor de pies con los mapas, pero compensa, más que de sobra, con el martirio de sus ojos. El viajero recuerda que al empezar la tarea se prometió que al terminar debería hacer ese viaje con la novela bajo el brazo, en su día le pareció justo, tal vez, hasta honesto. El viajero siente un escalofrío que le levanta como un resorte. Hojea el libro que todavía no es más que una pila de hojas mecanografiadas. Lee un fragmento al azar y luego otro y otro… Lee “fuente”,” arroyo” y “albaricoque” y piensa que esas palabras huelen a mapa. Un albaricoque es solo una palabra hasta en la mejor de las novelas –se tranquiliza el viajero. Está cansado como Proust. La realidad es prescindible, vivir para escribir no es rentable, sólo mirar con nuevos ojos, con nuevos ojos. -recuerda. El viajero sonríe de nuevo tumbado en la chaise-longue. La pereza va ganando la batalla. Cierra los ojos. El viajero sólo es literatura. |