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Y sus ojos, llenos de vida.

Caminé tres cuadras, doblé por Zabala, entré al local. Pelo castaño, tez morena, delgada, alta. Entre ella y el olor a pan recién horneado, se creo un clima perfecto donde estoy seguro que a cualquier hombre le hubiese gustado estar. Sin embargo lo que más me llamó la atención, y esto lo digo desde lo más profundo de mi ser, fueron sus ojos. Mezcla rara entre curiosidad y atrevimiento, del color verde más hermoso que alguien haya visto. Aunque, esa miraba, esa vida, que era reflejada a través de sus ojos fue lo que me enamoró.
Después de esto, empecé a ir a hacer mis compras a aquel local. Cada día que iba averiguaba algo distinto. Su nombre, como no podía ser de otra manera, era Esmeralda. Tenía veintiséis años (cinco años de diferencia no era nada), le gustaban los jazmines, el color violeta era su favorito y siempre iba a la cancha a ver a Ferro. En conclusión…: me enamoró.
Varios meses después de todas las averiguaciones, me envalentoné. La esperé a las nueve, que era cuando terminaba su turno, afuera del local y la invité a salir. Como no pudo ser de otra manera, sino esta historia no tendría sentido de ser contada, ella dijo que si. La expresión de su rostro al aceptar fue tal, que a cualquier hombre que no es de ver sonreír a las mujeres, podría estar seguro que le daría un infarto.
Fuimos a tomar algo a un bar, conversamos sobre la vida. En ningún momento pude dejar de mirar aquellos ojos verdes que con solo verlos podría uno curarse de una gripe por la cantidad de vida que transmitían.
Al dejarla en su casa le pregunté “¿vas a volver a salir conmigo?” a lo que respondió con un beso que me dejo sin palabras. Fue como si me hubiese convertido en piedra. Luego me dejo anotado con una lapicera su número de celular en mi mano y entró a su casa.
Esa noche, hay…. Esa noche no pude dormir. La alegría me consumía, la ansiedad también. Tuve mil y un sueños hermosos, todos relacionados con Esmeralda y sus ojos llenos de vida.
Estuvimos saliendo juntos aproximadamente dos años, y fue ahí cuando le pregunté si se quería ir a vivir conmigo, a lo que respondió con un beso. Los años de mi vida que siguieron hasta que me animé a proponerle matrimonio, fueron sin duda los mejores.
No quiere decir los que fueron después del matrimonio no fuesen buenos, solo quiere decir que fueron mejores, y es comprensible, más jóvenes significa más atrevimiento y actitud para realizar las cosas.
Nuestra luna de miel la pasamos en París. Fuimos ahí porque ella siempre había querido conocerla y a esos ojos no pude decirles que no.
Fue pasando el tiempo y con él, nuestras vidas también se fueron yendo. Yo me jubilé de abogado a los sesenta, y ella se jubiló dos años después con el cargo de la panadería. No era muy buen trabajo hay que admitirlo, pero le proporcionó la habilidad de hacer los mejores panes que había comido en toda mi vida.
Fue pasando el tiempo, y esos ojos llenos de vida llegaron a los setenta años. Habían pasado cuarenta y cinco años desde que la había conocido, desde que había entrado en aquella panadería. Por mi parte, yo empecé a tener problemas para caminar y tuve que usar bastón.
Era el cumpleaños número setenta y uno de Esmeralda y estábamos yendo a festejarlo a la casa de una de sus amigas. Yo conducía el auto, ya que ella nunca quiso aprender a hacerlo. Venía manejando por la Avenida Córdoba cuando un auto cruzó en rojo y nos embistió. En ese momento empecé a escuchar los gritos de Esmeralda, gritos y llanto. Sentí que mi cuerpo se despegaba de mí, o más bien, que yo me despegaba de mi cuerpo. Así fue, empecé a elevarme, cada vez veía mi cuerpo más abajo, aunque yo me elevaba más y más. Empecé a notar lo que estaba pasando, yo estaba muriendo. Rechacé la oferta de seguir subiendo y medio haciendo como si nadaba empecé a bajar desesperadamente. Llegué de nuevo al lado de mi cuerpo, que había sido sacado por unas personas que pasaban por ahí e intentaban tranquilizar a mi Esmeralda mientras llamaban una ambulancia. Por más que intenté, no pude meterme devuelta en mi cuerpo. Tampoco pude hablarle a Esmeralda, nadie podía escucharme, y mucho menos tocarme. Entonces me dejé llevar y me elevé por los cielos.
Lo que pasa después de la muerte, no es lo que uno se imagina. No hay un lugar donde uno está, sino que el alma propia está en un espacio o una especie de cielo vacío, en plena paz. Así fue que pasé un par de días hasta descubrirlo. Uno podía concentrarse y viajar al lugar al que uno deseaba ir. Ese lugar que elegí era mi antigua casa, o más bien la casa de Esmeralda. Comencé a recorrerla hasta que por fin la encontré. El choque la había dejado en silla de ruedas, y estaba sentada en ella, frente al televisor apagado. Allí me quedé. Observé como la mucama le daba el almuerzo, la cena y se iba. Esmeralda se pasaba el día entero, “los” días enteros ahí, postrada sobre su silla de ruedas. Y yo, su ángel guardián que de nada sirvió para protegerla, su amante invisible que la acompañaba día y noche, permanecía a su lado, mirando sus hermosos ojos verdes, escasos de vida, y esperando. Esperando, que algún día, esa mínima luz se apague, para poder tenerla del otro lado, y así, poder volver a ver, sus hermosos ojos verdes, llenos de vida.

Texto agregado el 07-02-2015, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


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