Grandes espirales generan pequeñas espirales,
Que se alimentan de su velocidad;
Y las pequeñas espirales generan espirales menores,
Y así hasta la viscosidad.
Jonathan Swift
UN SENCILLO ACTO
A las seis y treinta de la mañana el despertador es un
cuervo azul que grazna y que nos desgarra el alma
desde nuestra mesita de noche. El ser, deshecho
todavía en hilos de sueños, se va hilvanando y se
construye de nuevo sobre la materia real de nuestros
actos pasados. Lentamente la geometría de nuestro
espíritu cambia. De manera casi imperceptible, la paz
da lugar al desasosiego, para luego, quizás, regresar
a la calma. Y es en este oleaje incesante, donde un
barniz de dudas va impregnando nuestra percepción,
pero donde nos afianzamos nombrándolo todo, fieles a
nuestra descripción de la realidad; hasta que el
indómito mundo se va tornando cada vez más familiar,
un poco menos hostil.
Pero la evolución es lenta, y no hay tiempo para
experimentarla porque el despertador suena diariamente
a la misma hora para doña Enriqueta Clic. Una mujer de
costumbres regulares, que se levanta siempre muy
temprano y que se prepara con tiempo para un aseo
matinal conveniente y un desayuno a base de pan,
mermelada y leche. Después, abrigada con su mantilla
gris, emprende todos los días un claqueteo a lo largo
de la calle Mayor.
En la tenue luz matinal de la calle desierta no se
divisa ningún viandante.
Las farolas amarillas y de contornos preciosos
jalonarán su recorrido.
Doña Enriqueta, absorta ahora en sus trances de ayer,
apenas es consciente del murmullo que la sigue: un
taconeo febril, arrítmico, que se esfuerza por
alcanzarla. Son pasos que suenan cada vez más
cercanos, a tan solo dos o tres metros tras ella, y
que van acompañados de un bastón que les sirve de
soporte. Doña Enriqueta, inquieta ahora y tratando de
aparentar serenidad, mantiene el paso firme; pero sus
piernas temblequean y las caderas se le aflojan en un
vaivén lateral del que a duras penas se repone a cada
paso. Durante una de sus vacilaciones, desde la
perspectiva del desequilibrio, adivina en el reflejo
del ventanal de la tienda de ultramarinos la figura
que la persigue. Doña Enriqueta, abrumada ahora por un
claro sentimiento de ansiedad, acelera su marcha
tratando de distanciarse a toda costa de la sombra
hostigadora. Metro a metro el rumor que la acosa cede,
atenuándose progresivamente hasta convertirse en un
sofoco lejano, sordo, inofensivo.
Doña Enriqueta está ya al pie de las escalinatas de la
iglesia. Tras transitarlas y atravesar la puerta de
entrada, se santigua ungiendo primero la punta de los
dedos en la pileta de agua sagrada, y tantea en la
penumbra el único sitio que queda libre a esa hora en
la diaria misa matinal. Después de tomar asiento –a
los pocos instantes- nuevos pasos retumban en la
iglesia. En un movimiento apenas perceptible, doña
Enriqueta atisba por el rabillo del ojo a su sombra
perseguidora: doña Matilde, octogenaria, encorvada y
mal apoyada en su bastón con empuñadura de nácar, que
observa la falta de banquetas libres con un rictus de
estupor, mezcla de rabia y de desconsuelo. Mientras la
misa comienza, una doña Matilde agotada por la
carrerilla, avanza con disimulo y sin destino por uno
de los laterales de la iglesia. Al llegar a la altura
de doña Enriqueta, ésta, atenta ahora, se levanta y le
ofrece su puesto:
- Buenos días, doña Matilde; siéntese, siéntese usted.
Que ya está muy mayor para aguantar toda la misa de
pie.
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