Benjamín envolvió su dinero en papel periódico, los puso en unas latas de leche y lo enterró cerca de su cama. Era una faena que cumplía cada vez que regresaba de vender su cosecha o algunos animales en el pueblo más cercano. Le gustaba vivir más en la chacra, en compañía de sus peones, antes que vivir en el pueblo donde tenía una casa regentada por su mujer y un hijo de ella. Él no supo tener hijos debido a cabezazo que le dio su sobrino por debajo del vientre, cuando estaban ensayando a ver quién aguantaba más, y le hizo sentar por espacio de una semana, sintiendo que sus testículos se hinchaban mientras la fiebre amenazaba consumirle. Se calmó de sus dolencias después de mucho tratamiento con hierbas; y un curandero que decía haber heredado la brujería de Miguelito, le pronosticó su infertilidad. Así que aceptó su suerte y cuando conoció a Bretaña, quien tenía un hijo de más de diez años, él no lo pensó dos veces y se hizo cargo de ella.
Se alejó de sus padres cuando recién había cumplido los veinte años y se estableció en un pueblito a la orilla del río Ucayali. Nunca escribió una carta ni quiso que nadie se enterara el lugar donde se encontraba. Se adueñó de tierras que cultivó con mucho afán. Sus peones lo veían como un patrón que no doblaba el puño. Su rigidez para el trabajo era incomparable; y, poco a poco, fue haciéndose de sus cosas, compró un bote y una casa en el pueblo que visitaba de vez en cuando, cada vez que iba a dejar algo de mercadería.
Sin embargo tenía un problema: su extrema desconfianza que no tenía comparación. Ni siquiera confiaba en su mujer, menos en el hijo de ella. Tampoco le inspiraba confianza el banco que había en el pueblo porque pensaba que estaba más seguro durmiendo sobre los tarros de leche que enterraba cada semana envolviendo su dinero en papel periódico y protegido por su afilado machete. Se quedaba hasta tarde, cerciorándose que nadie lo estuviera observando, para luego soñar con su regreso a Juanjui, ver a su madre y a sus hermanos y demostrarles que supo hacer dinero sin ayuda de los viejos.
Era su sueño de todos los días: alejarse del lugar, vender sus chacras, el bote y y la casa y decirle a Bretaña y a su hijo que alistaran sus cosas porque se iban a Juanjui, ya era tiempo de regresar al pueblo que le había visto nacer.
Una tarde que cortaba unos leños con el hacha, vio desfilar unas hormigas rojas llamadas curuhuinsis pasando por su lado y perdiéndose entre las ramas y el bosque, llevando hojitas de papel periódico, picaditas, diminutas, algunas con puntitos de colores. Él moviendo la cabeza los apartó con el pie para que siguieran otro camino, pero la terquedad de las hormigas le molestó y con la escoba empezó a barrerlas. Estuvo toda la tarde empeñado en cortar un poco de leña. Cuando se sentó a tomar masato que le ofreció uno de sus peones observó a las hormigas que habían tomado otro camino y que seguían arrastrando hojas de papel periódico. Entonces se dio cuenta y elevó el grito más fuerte que se haya escuchado en la selva. Era un grito que confundió hasta a los mismos peones: Las hormigas llevaban hojas de papel moneda. Jalándose los pelos y botando el pate donde le sirvieron el masato corrió a su cuarto como un loco, destrozando su cama, buscando las latas de leche. Los últimos billetes que habían estado envueltos, desfilaban hecho pedacitos cargados por las hormigas curuhuisis, arrastrándolas hacia su hormiguero.
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