Irene descansaba en la hamaca cuando vio que su esposo se resbalaba y caía sobre un montón de piedras arrinconadas cerca a un tronco de limón.
—¡Casimiro, Casimiro, tu papá se ha caído!
Y, entonces, se dio cuenta que había llegado el momento de vivir de sus recuerdos. Le vio, ahí, tendido, sin fuerzas para nada, y ella, con su voz apenas perceptible, ahogándose en su garganta, volvía a gritar el nombre de su hijo.
—¡Casimiro!, ¡apúrate!, ¡tu papá no se mueve!
Mientras intentaba sacar un pié de la hamaca, brotaron sus primeras lágrimas. Y como si su mente hubiera estado esperando este momento empezó a hilvanar recuerdos que los tenía bien ocultos.
Su esposo hacía mucho tiempo que estaba enamorado de Rosa, una muchacha que tenía una hija y después de meterse con Eulogio Tuanama, había sido abandonada por él. Pasaba todas las tardes a golpe de las cinco, con una batea sobre la cabeza, llevando frutas para ofertarlos en la plaza. Y él, bandido, salía a esa hora y la perseguía, hasta alcanzarla dos cuadras más arriba y conversarle no sé de qué cosas para luego darle algo de dinero que ella recibía con agrado y él regresaba contento. Rosa se acostumbró y entonces cada vez que pasaba por ahí se demoraba, como que recogía algo o se detenía a conversar con alguna de sus comadres. Al frente de la casa de Irene crecía un limonero donde solía descansar su esposo. De vez en cuando conversaba con Rosa, sonriendo, atreviéndose a decirle bromas subidas de tono. Su mujer se dio cuenta, pero solo alcanzó a decir, alguna vez, que ya estaba viejo para conquistas. Aún así le molestaba la presencia de la mujer.
Rosa coqueteaba cada vez que pasaba, movía la cintura más de la cuenta y el hombre, cerraba sus puños, mordía sus labios y abriendo los ojos se iba detrás de ella. Cuando su locura por Rosa se hizo evidente y su mujer le llamara la atención a cualquier hora y su hijo presenciara más de una discusión, entonces optó por una estrategia: dejarle algo de dinero a la muchacha, escondidos entre las ramas del limonero. Rosa lo sabía, así que hacía hora conversando, o haciendo la finta de estar ofertando sus productos a media cuadra del limonero. Entonces el hombre salía, se arrimaba al tronco del limonero, observaba que su mujer dormía en la hamaca y sin que la gente se percatase (al menos eso pensaba), dejaba un billete confundido entre las hojas. Después los vecinos veían correr a Rosa hacia el limonero y desesperadamente recoger el dinero y enrumbar hacia el mercado. Era una rutina semanal. Una tarde la mujer se cayó y llamó la atención de Irene, quien se despertó y asomó la cabeza desde la hamaca. Entonces se dio cuenta y la gritó de sinvergüenza, puta, mal nacida. Su esposo, que seguía los acontecimientos desde la puerta, no hizo más que sonreír.
—La estoy ayudando —dijo a manera de explicación cuando vio a su mujer fruncir el ceño y abrir la boca para soltarle las palabras a que lo tenía acostumbrado—. Además, tú misma lo dijiste: ¡ya estoy viejo y no me funciona!
Eso fue todo. Hacía tiempo que no le funcionaba y que tenía que hacer milagros para que el muchacho tuviera un pequeño levante. A partir de ese momento Rosa dejó de ser su preocupación. Y esa costumbre de su marido le costó su caída y su muerte.
—¿Cómo se cayó, el viejo? —preguntó Casimiro al verlo en un estado calamitoso.
—Estaba tratando de alcanzarle la propina a esa puta —afirmó Irene.
Lo enterraron debajo del limonero. Después la vida de Irene empezó a opacarse. Dejó de preocuparse de ella para quedarse echada sobre la hamaca días enteros, como si esperase a que la muerte la encontrara dormida y no tuviera tiempo de despertar. Sin embargo, cada vez que levantaba la cabeza tenía al limonero al frente, creciendo imponente, ondeando sus ramas cuando el viento caprichosamente silbaba cerca a ella. De vez en cuando Rosa pasaba por allí y se meneaba como si quisiera estrujar sus anchas nalgas en su cara. A veces le gritaba, puta, busca otro marido.
Y así llegó la vejez. Rosa pasaba de vez en cuando por la casa pero ya no movía las caderas como cuando era joven porque el tiempo se había encargado de engrosarlas. Ella solía amenazarle con un bastón, y Rosa se reía fuerte.
Irene se hizo vieja y perdió la visión. Casimiro se había ido a trabajar en Tocache y dejó a su madre al cuidado de Eresbita, sin saber que era la hija de Rosa. Ella oyó los reniegos de la abuela y los insultos que dedicaba a todo el mundo. Y cuando se acordaba de Rosa no tenía cuando acabar porque ella era la culpable de la muerte de su marido, lo repetía al cansancio, hasta que llegaba la tarde y Eresbita lo acostaba. Sus gritos le lastimaban y pregonaba a los cuatro vientos que su esposo debía llevarla a su lado. La joven pensaba que había que cumplir con los deseos de Irene. Así que si no quería comer, ella no insistía. Si no quería bañarse lo dejaba así todo el día. Cuando Casimiro regresó después de dos meses la encontró muerta. La enterraron debajo del limonero.
—Ponle flores a tu padre —le dijo Rosa a Eresbita—, y riégalo para que sepa que no nos olvidamos de él, y tampoco de su mujer.
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