“Un poco de suerte y saldrá delicioso”, fue lo último que escuchó Hans Rilo a las seis de la tarde en un lugar cualquiera, no importa mucho el dónde, acá importa mucho el cómo.
Para todos, en este pueblito, era importante preparar pasteles vespertinos al llegar de trabajar las madres y al terminar los deberes escolares los niños. El pueblo era un lugar pintoresco, distintos tipos de árboles, cabañas de vigilancia, restaurantes, la placita, la parroquia y muchas casas de ladrillo de diversos colores, todos sabían de qué color era la casa del vecino, del vecino del vecino, y así… Cada quien sabía de la vida del otro, por ejemplo, cuando caminabas por la calle y veías a los Sanders discutir (son una pareja de novios bastante revoltosa), habían cerca de diez personas sirviendo de jurado y escuchando el ferviente debate que siempre terminaba en besos y abrazos gracias a los vecinos. El pueblo era unido, los niños salían sin avisar pues sus padres no desconfiaban en nadie, jugaban a la rayuela y a la pelota hasta la hora del pastel.
Todos eran familiares, todo se compartía en los domingos, pero había alguien que les resultaba extraño desde siempre, un jovencito de cabello rizado y ojeras llamado Hans. Lo poco que se sabía era que vivía solo y que únicamente usaba su piso para descansar en las noches, muchos lo veían salir del pueblo muy temprano y llegar muy tarde. Hubieron pocos que intentaron ser amables dejando algún regalo en la puerta durante la tarde, regalos que él nunca pudo ver por chiquillos traviesos que lo escondían en otros lados, Hans no pudo responder a las diligencias por creerlas inexistentes, y así fue como los vecinos amables decidieron no relacionarse con el muchacho con el prejuicio de la ingratitud. Hans llegaba a casa cuando el pueblo dormía satisfecho por el pastel, encendía las luces y veía su aposento de pocos muebles, la pared blanca, sus trabajos en la misma y su mesa de dibujo. Era entonces cuando sacaba los lápices de su maleta de cuero y con una destreza insospechable en un tipo como él, comenzaba a hacer trazos y trazos, en realidad no iba a dormir, iba a dibujar.
« ¿Qué les pasa a todos? Pensaba que la armonía reinaba por acá, al parecer me he equivocado. Hace unos segundos terminé de hacer una bonita playa, no entiendo qué pasó, ¿acaso uno no puede innovar? Espero que no estén como locos por este trabajito… Mañana tengo que llevarlo donde el señor Petrovich, ese ruso tan sospechoso que me ha pedido una playa de corte tropical. Siempre ando cargado de trabajos… no lo haría si no fuera porque amo dibujar, y mi insomnio me ayuda bastante, desde que llegué al pueblo no he cerrado un ojo, al parecer no me afecta y le he agarrado costumbre.
»Hoy he llegado bastante temprano, mi madre también piensa que vengo a dormir y siempre me pide que me quede en su casa pero la rechazo siempre, no quiero que se entere de mi rareza de no descansar; enloquecería y me daría de los fármacos esos que fabrica. Ella trabaja en una botica de la ciudad, siempre hace medicinas “mágicas” para el estrés, el dolor estomacal y, claro, para el sueño. Desde que mi padre murió no le queda de otra, es su distracción aparte de hablar por las noches con mi hermano, por eso me fui, quería que tuvieran más espacio y que no se preocupen por mis asuntos; soy joven y tengo un talento desde pequeño con el cual puedo sostenerme: el dibujo.
» No sé nada de este lugar, me mudé después de hacer mi primer gran trabajo; había hecho a carbón una plazuela donde la gente se encontraba sentada en frente de la estatua de un hombre digno de respetar, creo que era un inventor pero no era Thomas Alva: tenía un bombillo en la mano y lo miraba atentamente. Me salió tan bien que decidí conservarlo y vendí una copia enmarcada a un amigo que me dio cinco monedas y con eso me conformé. Desde entonces me dediqué a hacer dibujos de ese tipo: de plazas y estatuas.
»Recuerdo con cariño haber hecho un dibujo de varios magos enanos, en la imagen se apreciaba como sus ayudantes le escondían los conejos en el sombrero; ahora mismo estoy que lo observo pues ese no lo vendí, en estos momentos todos andan corriendo afuera y no tengo idea de por qué… Sería buena idea asomarme… ¡Vaya! El atardecer se contempla bastante bien encima de la multitud desesperada, amo tener esta facultad, el paisaje es más importante que los problemas del mundo, el panorama queda vivo en tu mente como un sello para el arte dependiendo del que desarrolles, lo demás pasa con los años, la gente cae y vienen las nuevas generaciones.
»Veo que gritan y los niños lloran, no escucho nada, por sus expresiones parecen decir: “¡Me mordió un alacrán!” o tal vez dicen: “¡Me cogió barrabás!” Estoy confundidísimo, ¿por qué gritarían semejantes estupideces? En fin, no es mi asunto… Así lo decía Jenny Wren, la recuerdo ahora porque cuando éramos niños, aquella frase era su símbolo. Mi mamá le pedía favores y ella, con la ramplonería que le caracteriza, le mandaba al diablo y era tal vez por eso que me gustaba, no la veo hace muchos años.
»Hace un momento cociné un poco, tenía hambre después de andar caminando por la ciudad, se encuentra a quince minutos de aquí. Recuerdo cuando lo vi por primera vez, había terminado el dibujo y había dado mi última siesta; entonces salí en bicicleta a echar un vistazo por los alrededores, pues cabe destacar que antigua casa estaba en los límites de la ciudad, así que emprendí marcha por los tupidos bosques y ahí relucía el caserío con algunos lugares disponibles. Decidí mudarme y acá estoy, con una copa de vino contemplando a la gente afuera… ¿Por qué carajos llevan esos moldes con masa?... ¡¿Para qué se me acercan?! »
La multitud desesperada arrojó la puerta de Hans asustando al muchacho, las obsesiones y costumbres acaban con todo lo novedoso, mucha gente peleaba por un trozo de pastel, por una cocina con gas, la única que había en el pueblo desde ese día. Hans se quedó a un lado observando al mundo empeñado por cumplir con su cometido, su casa estaba abarrotada y poco a poco rompían los dibujos en las paredes para poder llegar a la cocina. Entonces llegaron donde se encontraba el primer trabajo, un señor cogió el marco para usarlo como bandeja para su pastel, todos reclamaban y gritaban: “¡Apúrese mierda!” Metió el pastel en el ambiente de caos y exclamó: “Un poco de suerte y saldrá delicioso”. Con las llamas del dibujo patriarca, el joven Hans cayó en un sueño profundo y el pueblo comenzaba a olvidar los pasteles, sus casas, su vida y por último su humanidad.
|