Desde que no salgo de casa, mi cartera negra de piel me mira desde la mesa del escritorio con los ojos tristes de un juguete abandonado. Mi compañera, antes indispensable y fiel en todas las expediciones fuera de casa, ahora sólo es un objeto inútil al lado del mechero sin piedra, al lado del Playmovil sin pelo avergonzado de su mala vejez y su cabeza vacía. Intento consolarla, le explico que un día de éstos volverá al bolsillo derecho de mi vaquero y nos iremos de cajeros como a ella le gusta y volverá estar gordita y alegre. Iremos a comprar pan y fruta. Volverá a ser la espada que yo esgrima orgulloso en cada batalla comercial. Otra vez será el sello de calidad que garantice la generosidad de mi persona. Le intento explicar que pronto volveremos a pasear por la calle y otra vez me asaltará esa duda de si he perdido la cartera y como me palparé rápido y nervioso todos los bolsillos. Y como notaré su presencia tranquilizadora en el bolsillo derecho de mi vaquero. Intento animarla y que se sienta importante. Pero ella me sigue mirando con los mismos ojos de un perro que necesita calle.