Carlos era mi vecino cuando vivía en casa de mis papás. Aquel día mi mamá preparó demasiados mariscos y no tuvo más remedio que invitarlo a comer. Su mujer estaba de viaje, y sus hijos, ya muy grandes, vivían aparte.
Mamá había tenido algunos roces con él, nada grave ni fuera de lo común, cosas que suceden entre vecinos: algunas veces estorbaba nuestro estacionamiento con su carro u ocupaba más lugares de los que correspondían, otras, cuando su mujer salía, organizaba fiestas con amigos viejos como él, y no nos dejaban dormir. Al otro día, cuando se topaban, mi mamá le lanzaba sus reclamos, y Carlos, tranquilo como era, no decía nada, agachaba la cabeza y mi mamá le hacía prometer que no volvería a suceder, cosa que por demás nunca cumplía.
Tampoco era que mi papá y él fueran grandes amigos, apenas intercambiaban algunos saludos; cuando ambos estaban de buen humor, acaso algunas palabras insignificantes; pero papá quería saber del viaje, y se decidió a invitarlo no tanto por la comida que mamá no quería desperdiciar, sino más bien por su curiosidad.
Papá cruzó la calle, pude verlo desde mi ventana, y después de evitar tropezares con un borde de cemento que no vio, golpeó la puerta metálica. Carlos salió, cruzaron algunas palabras y después de unos segundos se rieron. Carlos cerró la puerta y mi papá regresó a la casa. Le dije que a las cuatro, gritó mi papá, dirigiendo su grito a la cocina. Mamá no dijo nada y siguió mezclando ingredientes, no sé si estaba enojada, a final de cuentas había sido idea suya invitarlo a comer; todo el ambiente de la casa era marino.
Era un sábado de verano y, seguramente, de no haber sido por nuestra invitación, Carlos habría organizado una de sus fiestas. Tal vez, incluso se la arruinamos. Hacía demasiado calor.
Los amigos, todos viejos, eran felices en casa de Carlos, pienso que era un buen anfitrión, aunque a nosotros jamás nos hubiese invitado a nada. Podía suponerlo porque cuando me asomaba por mi ventana, en las noches que pasaba sin dormir, no por su música, sino por el insomnio que vengo arrastrando, veía en el patio de mi vecino a un montón de viejos fumando habanos y con las copas siempre llenas. Había mesas plásticas con botanas y diferentes comidas, y en algunas ocasiones, veía mujeres contoneándose, sentadas en las piernas de los ancianos. No estoy seguro, pero siento que todo corría por cuenta de él.
Carlos llegó muy puntual. Estaba recién bañado, traía puesta una camisa hawaiana, bermudas, y en la mano derecha una botella de matusalén. Puso la botella sobre la mesa y se sentó. Mi papá me mandó a comprar cocas y agua mineral para el ron. Cuando regresé, estaban los tres sentados en la mesa, hablaban sobre el viaje a Cuba. No era una plática amena, hablaban trivialidades. Carlos les decía algo de una playa, y de ese ambiente antiguó que se respira por las calles de La Habana, nada importante. Mis padres no hablaban, se concentraban en la gesticulación vocal de Carlos. Les acerqué las aguas y las cocas y me senté al lado de papá. Mi mamá se levantó y caminó hacia la cocina. Pasado un rato regresó con varios recipientes repletos de comida: ceviche, pulpo enamorado, tiritas de pescado con limón, y otros guisos. Mientras mamá traía la comida, la plática no había mejorado. En algún momento se desvió hacía situaciones políticas de Latinoamérica y, especialmente, de Cuba.
Cuando estuvo todo servido nos apresuramos a llenar nuestros platos con todo lo que pudieran contener. Nadie hablaba. Nos dedicamos a masticar todos los productos que había preparado mi mamá. Los tres terminamos casi al mismo tiempo, y por un rato nos quedamos sin decir nada. Mi mamá acabó con el silencio. Nos preguntó si queríamos postre; había comprado un pastel en el supermercado, pero creo que Carlos tuvo la impresión de que también aquel pastel lo había preparado ella. Todos estábamos llenos, aun así comimos pastel con café. Nuevamente hubo silencio. Mamá volvió a disiparlo con el chillido que emitió su silla al arrastrarla, y haciendo la versión inversa de lo anterior, comenzó a llevar los recipientes semivacíos a la cocina.
Los tres hombres nos quedamos sentados, y aunque hubo mediocres intentos por ayudar a mamá, ella no lo permitió. El más insistente fue Carlos, en un intento por pararse de la mesa, tomó uno de los trastes vacíos que acababa de agarrar mamá y trató de quitárselo: mamá jaló con más fuerza. Estuvimos pensativos mientras ella realizaba aquella tarea de un mecanismo sorprendente. En cada viaje llevaba tres recipientes, los colocaba en el fregadero y nuevamente volvía por más. Después quitó los platos, los vasos, y al final, vino por las manteletas. Toda la mesa estuvo limpia en poco tiempo. Mamá se quedó limpiando la cocina y lavando los trastes. Desde la mesa Carlos preguntó en voz alta si podía ayudar en algo, la negativa fue inmediata.
Hasta ese momento, la botella de ron no se había abierto. Papá fue a la cocina y regresó con una hielera que manejaba con extrema habilidad; los hielos sobrepasaban el borde del recipiente y ni uno calló al suelo. En la otra mano traía un plato hondo con limones partidos por la mitad. Regreso a la cocina por vasos y, con mucha paciencia, preparó tres cubas perfectas.
Mamá seguía en la cocina, y nosotros tres permanecimos sentados, tranquilos y tomando. Habrían pasado unos veinte minutos cuando alguien golpeó varias veces la puerta de la casa. Eran golpes secos y rápidos; como de emergencia. Mamá salió a abrir, mientras nosotros nos quedamos sentados a la expectativa. Afuera, se oía la voz de una mujer, era un monólogo nervioso, mi mamá no pronunció palabra.
Cinco minutos después mamá entró a la casa, caminó hacia el comedor y le habló a Carlos. Es tu muchacha, dijo. Qué pasó, contesto él. Una rata, hay una rata en tu cocina. Mordió a la pobre en el píe, contestó mi mamá. Carlos se paró, y sin dar explicaciones se apresuró a la salida. Dejó la botella de ron y nosotros seguimos bebiendo. No dijo si iba a volver, pero todo seguía igual: mi mamá en la cocina, y nosotros, bebiendo sin hablar.
Habrá pasado una media hora cuando la puerta volvió a retumbar. Era Carlos. Entró y se sentó en el mismo lugar que antes. Traía en la mano una caja nueva de esplendidos, la abrió y nos ofreció uno cada quien. El oler era delicioso, me quedé disfrutándolo hasta que Carlos acercó un cerillo de madera y me lo encendió. Papá le preparó una cuba, los tres bebimos de nuestros vasos y aspiramos el humo de los habanos. Esperamos a que Carlos hablara algo de la rata y de la muchacha; yo lo estaba esperando, y noté, en la cara de papá, que también estaba impaciente por saber qué había pasado. Carlos no dijo nada y al final mi papá preguntó. Todo bien, maté al animal y le di alcohol a la muchacha, contestó. Esperamos a que dijera algo más, pero Carlos se quedó mirando la foto de recién casados de mis papás.
Después la plática se tornó aburrida. Yo casi no dije nada. Papá y Carlos hablaron apasionadamente de la política del país. Todo está de la chingada, dijo mi papá. Carlos asintió y recordó al joven que habían matado a dos calles de nuestra casa, mi papá agregó otras dos o tres historias parecidas y una más de un secuestro. Se trataba de la hija de la señora que hacía el aseo en su oficina. Hazme el chingado favor, a la hija de la señora que hace el aseo, le pidieron cinco mil pesos, agregó papá. Ellos se quedaron pensando en no sé qué cosas; yo, en la pobre muchacha morena, y en la madre desesperada por conseguir los cinco mil pesos: su sueldo de dos meses.
Estuve a punto de irme a mi cuarto y terminar con aquella tertulia sobre inseguridad. Pero de pronto Carlos nos preguntó si queríamos saber de las putas. ¿Las putas? Preguntó papá. Sí, las putas, las jineteras de Cuba. Mi papá encogió los hombros y yo no dije nada ni hice gesto alguno. Sabía que en el fondo mi papá tenía interés en el tema. Se había pasado toda la semana anterior, que fue cuando Carlos regresó, hablando de lo mismo. Preguntaba a mamá qué tal le habría ido en Cuba. Yo que diablos sé, supongo que bien, a qué van los hombres a Cuba sino a coger, si quieres vete tú también, contestaba mi mamá más o menos de la misma forma todas las veces: molesta y sin voltear a ver a mi papá. Él se reía y ahí terminaba la bronca.
¿Estuviste con muchas? Pregunto mi papá a Carlos. Solo con una… bueno, muchas veces, pero solo con una, contestó él.
Después Carlos platicó que había llegado a casa de un amigo cubano. Se llamaba Juan. Al parecer, Juan era familiar de la esposa de otro amigo de Carlos, quien la había traído a México hace diez años, después de conocerla en La Habana. En alguna ocasión Juan vino a México, conoció a Carlos y se hicieron amigos. El tiempo que estuvo en México, ambos se emborracharon todos los días. Por lo que entendí, Juan era mejor bebedor.
Estuvo en mi casa varías veces, ¿apoco nunca lo vieron? Preguntó Carlos, negamos, él siguió con su historia.
El día que Carlos llegó a La Habana, Juan lo llevó a casa de otro amigo que también se llamaba Carlos. Juan dejó a Carlos en casa de Carlos el cubano, y le pidió que lo tratara bien. Juan se fue. Carlos esperó sentado en una sala que olía a vómito, y cuando el otro Carlos salió del baño, lo dos salieron sin saber el primero a dónde se dirigían. Carlos el cubano le dijo que no se iba arrepentir y le pidió que lo siguiera. Caminaron durante una hora, el calor era insoportable, y Carlos estuvo a punto de mandar al diablo al cubano. Al fin, dos cuadras después, llegaron a una casa vetusta y descuidada, con un pequeño jardín de plantas que por la descripción, habían sido abandonadas desde hacía mucho tiempo.
Tocaron una puerta a punto de caerse de oxidada. Alguien contestó al otro lado, y Carlos el cubano dijo algo ininteligible. Abrieron la puerta, y la oscuridad de adentro, que contrastaba brutalmente con la luminosidad del exterior, le impidió a Carlos notar de inmediato de qué se trataba aquello. Pasados unos segundos se dio cuenta de que el lugar era un bar improvisado. Las ventanas estaban tapadas con tablas de madera clavadas, había varios cuartos, de los que salían jovencitas de no más de dieciséis o diecisiete años desnudas; un velo hacía las veces de puerta en cada uno de los cuartos. Otras muchachas, que parecían más grandes, servían copas a los hombres que tomaban sentados en sofás distribuidos por toda la casa. Al fondo, en un cuarto sin velo, se alcanzaba a ver un intento de barra, o lo que en realidad era una mesa de madera grande con muchas botellas encima, en uno de cuyos lados un hombre negro y cano preparaba bebidas. De algún lugar, provenía una música suave, tropical, pero Carlos nunca vio de dónde.
Los dos Carlos se sentaron en un sofá que les señaló el joven que abrió la puerta. Él mismo llamó a una muchacha y ella levantó una orden; ambos pidieron ron. Esperaron sentados un rato sin hablar, y al cabo de unos minutos la mujer volvió con las bebidas. Era una mulata hermosa, habría tenido unos veinte años, y tenía un cuerpo perfecto, al menos eso nos dijo Carlos.
Esa es la buena ¿verdad Carlos? Preguntó papá. Carlos no contestó, seguía ensimismado con su historia.
Después de un rato de estar bebiendo, Carlos el cubano se volvió más animoso, le hablaba a Carlos al oído muchas palabras inconexas que él no entendía. Carlos el cubano agitaba las manos, se golpeaba el pecho y hablaba de forma acelerada. De pronto, sin dar explicaciones, Carlos el cubano se paró del sofá y subió a la parte alta de la casa.
Mamá salió de la cocina, y Carlos tuvo que parar la historia. Ella estaba cansada, se disculpó y agradeció a Carlos el haber venido. Él, a su vez, dio las gracias por la comida. Mi mamá dio media vuelta, caminó algunos pasos y subió las escaleras. No dijimos nada mientras se iba. Cuando su silueta se perdió en la oscuridad del fondo, papá invito a Carlos a sentarse en la sala de una forma poco ortodoxa. Ya se me entumieron las nalgas vecino, hay que sentarnos en el sofá.
Sentados cada quien en algún sillón de los tres que conformaban la sala de mi antigua casa, Carlos nos dijo que se quedó solo durante unos cuarenta minutos en el sofá del bar. Había pedido tres rones más, y se apresuraba a beberlos nada más para ver a la mulata. En algún momento pensó en irse, de pronto le había entrado una angustia terrible, la clandestinidad de aquel lugar le causaba terror, y se había visto a si mismo encarcelado en una prisión extranjera por corrupción de menores.
Carlos el cubano regresó con una niña de la mano. Habría tenido, cuando mucho, unos once años. Traía una peluca rubia y lentes de contacto color azul. Venía desnuda, y en el pubis apenas se dibujaban unos cuantos vellos ralos; en los pechos, de un diámetro minúsculo, dos escazas protuberancias se encimaban en los pezones rosados.
Las descripciones de mi vecino me sorprendían.
Desde que los vio venir, Carlos negó con ambos brazos, ni siquiera quería pensarlo. No mames, le dijo al cubano, es una niñita cabrón. Carlos el cubano insistió, dijo que no era la primera vez que lo hacía, y que la niña llevaba ya un año como jinetera; le gustaba estar con nombres mayores. Además, en las palabras del cubano, la chama tenía una crica bien sabrosa, que él mismo había probado. Carlos no entendió que significaban aquellas palabras.
Lo pensé varias veces. Estuve a punto de animarme, pero al final no quise, me acordé que tengo nietas de la misma edad, dijo Carlos.
Después de un rato Carlos el cubano se resignó y regresó por donde había venido con la niña. Antes le dijo a mi vecino que no sabía lo que se perdía, te vas arrepentir después, le dijo el cubano. Carlos se sintió apenado, y pensó que tal vez era hora de irse, aquello no había salido tan bien y no quería volver a platicar con el cubano; se sentía mal por no haber aceptado a la niña que le había llevado, no sabía que tanto le había costado conseguirla, o si le había comprado maquillaje especialmente para él.
Esta vez no tardó mucho, solo subió las escaleras y unos segundos después volvió de entre la penumbra.
Carlos el cubano volvió a hablarle palabras raras a Carlos, el no hizo caso y siguió disfrutando la música y bebiendo su ron. Bueno, dijo Carlos el cubano, quieres a una más grandecita ¿eh? Le dio una palmada en el hombro y soltó una carcajada que se escuchó en todo el lugar. Carlos se encogió de hombros; para ese entonces ya no tenía ganas de fornicar. Te vas aflojar cuando veas lo que te traigo, dijo el cubano, pero vas a tener que esperar, una hora, hora y media, agregó. Se paró y salió de la casa.
Para aquel momento nuestros habanos ya iban por la mitad, y los tres rones que llevaba se me empezaban a subir a la cabeza. Mi papá ya tenía la mirada algo perdida, no era buen bebedor, y estoy seguro de que también estaba mareado. Carlos, por el contrario, parecía más fresco, se había rejuvenecido, y sus movimientos y gesticulaciones parecían más livianos.
El cubano volvió al bar. Carlos tenía en las piernas a la mulata y llevaba rato platicando con ella. Ya habían acordado el precio, y estuvieron a punto de subir a uno de los cuartos de la planta alta. El cubano le gritó algo a la muleta y ella se alejó. Traía en la mano a otra muchacha, ella sí con ropa, de unos veinticuatro años. Carlos, en efecto, se aflojó. Según él, era la mujer más hermosa que había visto, eso sí, era muy alta, al menos veinte centímetros más que él. Apenas le llegaba a la altura de la boca. Tampoco es que Carlos fuera muy alto. En realidad era bajo. No era gordo, pero su estatura lo hacía ver cuadrado, su piel era morena, y el pelo lo tenía totalmente blanco.
La muchacha no hablaba, y Carlos el cubano hizo de intermediario. Qué te parece acere, ¿ésta si te gusta? Carlos asintió, los dos acordaron la tarifa, que según nuestro vecino no era mucho dinero. A diferencia de lo que pagas aquí por una mujer, es un buen precio, agregó Carlos emocionado.
La cubana y Carlos se dirigieron a las escaleras, Carlos el cubano se quedó en el sofá. La muchacha lo tomó de la mano y ambos subieron a la planta alta.
Carlos parecía iniciar lo que sería una descripción demasiado explicita de su encuentro, papá lo cortó de tajo. ¿Qué tal estuvo?, preguntó papá. Fue como volver a nacer, por lo alta que era cabrón, dijo Carlos mirando a mi papá, pero como con la mente en otro lugar. Todos nos reímos y dimos una fumada a nuestros puros, de los cuales, apenas quedaban unos cuantos centímetros. La sala era una burbuja de humo, la luz era gris y apenas se filtraba en opacos destellos.
Carlos y la cubana hicieron el amor cinco días seguidos en los cuartos del bar. Al sexto, Carlos le pidió que fueran a otro lugar, quería invitarla a cenar. Al principio, la cubana no aceptó, sin embargo él insistió sin cansarse. Discutieron un rato en el sofá; la cubana de pronto se fue. Cuando regresó traía puesta otra ropa: un vestido negro muy corto, tacones y una bolsa de piel. Le dijo a Carlos que podían salir.
Ya afuera de la casa caminaron unas cuadras hasta llegar a una calle más grande, esperaron largo rato por un taxi y, cuando lo tomaron, la cubana le pidió al taxista que los llevara al Vedado, dijo también el nombre de un restaurante que Carlos no recordaba.
Mi vecino ya tenía planeado todo: irían a cenar, a un hotel a hacer el amor, y después, Carlos le propondría venirse a México con él. Estaba seguro que aceptaría, tenía por lo menos tres amigos con esposas cubanas.
Carlos se había enamorado de ella. Llegando aquí, le habría rentado un cuarto, se divorciaría de su mujer, y después de unos meses, compraría una casa para vivir con ella. Mi papá y yo nos quedamos callados. Los puros terminaban de consumirse en un cenicero que estaba en la mesa de centro, y el alcohol ya empezaba a pegarnos a los tres. Mi vista se perdió en el cenicero de talavera y en la luz roja que emanaba de los puros, acentuada por la escaza luz de la habitación.
¿Te ibas a casar con ella Carlos? Preguntó mi papá, Estás cabrón. Sí, ya lo había decidido, si ella tenía cosas que arreglar allá, no me importaba, la hubiera esperado el tiempo que fuera, contestó un Carlos triste y algo borracho.
Después nos dijo que todo iba muy bien. En el restaurante cenaron pescado y bebieron vino blanco. Platicaron de muchas cosas. Ella le contó algunos pasajes de su infancia. Le dijo que de niña quería ser actriz. El habló de su vida aburrida en México, de que nada lo entusiasmaba y de que nadie le hacía caso. Después de aquella intimidad, Carlos se atrevió a besarla en la boca. Durante aquellos días solo habían hecho el amor, se habían tocado y besado todas las partes del cuerpo, menos la boca. Ella no se opuso, por el contrario, tomó a Carlos con las dos manos por la cara y le acarició una oreja. Lo había besado con ternura, nos dijo él.
Salieron del restaurante y no tardaron mucho en encontrar un hotel. No era muy elegante, pero comparado con los cuartos del bar, en donde parecía que las paredes sudaban, aquel cuarto era mucho mejor. Nos contó también que ese día se besaron durante mucho tiempo antes de la penetración. Así lo dijo, con esas palabras. Fueron besos con ternura, lentos y largos. Agregó
Después de que acabaron, estuvieron un rato acostados y, entre las sabanas, Carlos le soltó a la cubana todo su plan. Ella escucho el largo monólogo sin interrumpirlo.
A esa hora yo tenía mucho sueño. La comida, el alcohol y los habanos me habían causado un sopor apacible, delicioso. Carlos se quedó pensando un rato y le dio varios tragos a su cuba. Nos quedamos callados.
Después nos dijo que ella había guardado silencio por un rato, después se paró de la cama y comenzó a vestirse. Carlos permaneció en silencio también, estaba un poco arrepentido de todo lo que acababa de decir. Ella terminó de vestirse y se sentó en la cama, a un lado de él.
Carlos dio un último sorbo a su copa y puso el vaso en la mesa. Tronó la boca y se rasco la cabeza.
Era esposa de Carlos el cubano, dijo. Nunca me lo imaginé y nunca comentó nada, ni siquiera en el restaurante cuando habló de su vida. Estaba casi seguro de que se vendría conmigo, aquí iba a estar bien, le iba a dar una casa, comida, y ya no tendría que trabajar de puta.
Al día siguiente Carlos se despidió de Juan, le agradeció su hospitalidad y abandonó su casa. Su amigo estaba confundido. Le dijo que había pensado tenerlo más tiempo, y preguntó si no estaba contento con Esmeralda. Carlos le dijo que todo estaba bien, que pronto volvería, pero por ahora, tenía un asunto urgente en México. Tomó un taxi al aeropuerto y compró un lugar en el primer avión que salía hacia acá.
En el tiempo que estuvo en Cuba, nunca le contó a su amigo que se había enamorado de la esposa de Carlos el cubano. De hecho, hasta ese día, nunca lo había contado a nadie. Esa confesión me produjo una alegría que me daba pena.
Después, ya muy borracho, habló sin parar de su mujer, de sus hijos, de su vida de jubilado. Estaba realmente triste y ni yo ni mi papá comentamos nada al respecto. Lo dejamos hablar por un buen rato hasta que se quedó dormido en nuestro sofá.
Papá y yo bebimos una última cuba que él preparó. Me dijo que se sentía contento de estar en su casa, bebiendo con su hijo y con buenos amigos. No sé qué quiso decir con “buenos amigos”.
Al terminar las cubas los dos estábamos muy cansados. Era evidente el cansancio de mi papá.
Tratamos de despertar a Carlos, pero él estaba perdido en un sueño pesado, soñando quién sabe qué cosas.
Volvimos a insistir, y Carlos apenas respondió, dijo algo que no entendimos, y después de un rato logramos hacer que se parara. Lo tomamos de ambos brazos y lo cargos lentamente. Caminamoss los tres así, con Carlos en medio, y dando pasos muy cortos hasta la entrada de su casa. Al llegar toqué el timbre y tras esperar unos cinco minutos salió la muchacha, iba cojeando y con una venda en el píe. Se quejó del estado de Carlos y lo ayudó a entrar. Nos despedimos de él sin obtener respuesta, pero cuando la muchacha comenzó a cerrar la puerta, y nosotros íbamos ya con dirección a nuestra casa, oímos la voz de Carlos gritando una palabra ininteligible. Nos acercamos, y con voz entrecortada nos dijo que su mujer iba a estar otras dos semanas en casa de su familia en Hidalgo. El próximo sábado haría una fiesta y quería que estuviéramos ahí. Asentimos solo por no contrariarlo. Carlos se despidió de nosotros y le dio a mi papá una pequeña palmada en la mejilla, con cariño.
Nunca fuimos a aquella fiesta. A mitad de la semana una ambulancia se estacionó afuera de la casa de Carlos. Murió unas horas después en un hospital público. Su esposa llegó en la madrugada. Sus hijos estaban fuera de la ciudad y llegaron hasta al día siguiente. Un infarto fulminante acabó con su vida. Estuvimos en el hospital, en el velorio y en el panteón. En su casa puede verlo por el vidrio de la caja. Estaba como lo había visto dormido en mi sofá. Jamás vi a nadie muerto. En el panteón, cuando lo iban bajando, lo imaginé feliz, paseando por El Vedado de la mano de su cubana.
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