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Costumbres licenciosas de un funcionario del Estado.

Uno.

Cuando desperté eran las dos menos diez de la tarde. Hacía un día radiante de sol y sin frío. Un día de un atípico enero que con una ducha fría inicié.
Era, o me había convertido, o estaba siendo un hombre tan correcto que apenas tenía, o me quedaba, identidad. Un hombre gris, que se diría con esta expresión tan al uso.
Analicé mis costumbres y extraje la conclusión de que me había convertido en un ser ralo y gris. Leía el mismo periódico desde hacía treinta años y votaba al mismo partido igual. Me propuse hacer unos cambios pues no estaba dispuesto a aquel entierro en vida que parecía insoslayablemente irse ciñendo a mi alrededor, pero me pareció en exceso revolucionario cambiar de periódico o partido electoral. Pensé que todo se andaría pero que no eran prioritarias tales mutaciones.
En el mismo periódico que no me resignaba a abandonar encontré una página de contactos. Una página de contactos que siempre había estado ahí, pero que hasta entonces había pasado casi desapercibida. No era que no supiera de su existencia sino que, hasta entonces, imbuido en aquel mundo monótono, no había considerado en exceso su atención. Fue así como descubrí entre otras cosas la existencia del beso negro, el griego y el francés. Al principio con dificultad, pero con ahínco suficiente como para ir desbrozando lo accesorio de los principal. Tanto es así que para Semana Santa me decidí a abandonar la teoría y adentrarme en el mundo de la práctica.
A tal fin me hice con un billete de cinco mil y me adentré en la parte de la ciudad que tenía fama de albergar negocios de aquella catadura, no estando muy seguro de la experiencia concreta que granjearme, pues me atraía todo aquel mundo desconocido en su conjunto.
Hasta aquel momento, bien poca cosa se había llevado uno en la materia al magín para contar a los amigos. Primero había sido la oposición, más tarde los enredos laborales en aquel apasionante mundo de los registros y del notariado. Lo cierto era que entraba uno en la cincuentena prácticamente virgen y no digamos ya del culo. Era raro, lo sé, pero no lo suficiente como para haberla emprendido en horadaciones de tal calibre. A las señoras, lo cual me parece más accesible, tampoco me había acercado.


Cuando me adentré entre aquellas sombras no podía evitar tener la sensación de poder ser abordado intempestivamente al menor lance por algún personaje surgido de donde menos se esperase, por tener la imagen peliculera de tales escaramuzas más que la que habría de proporcionar una base real.
También me llamó la atención no encontrarme con ningún oriental en aquel barrio chino.

Dos.

Tras infructuosos negocios aquella noche he de decir que me volví con el billete entero y con mi virginidad también a cuestas. Pero no fue todo en vano aquella noche pues me introduje a través de hábiles negociaciones en aquel submundo. De ahora en adelante sería un adelantado en otro- diferente- aspecto de la vida.
No hizo falta que pasaran muchos días para abrir esta faceta nueva al conocimiento del personal del despacho. Tampoco fue preciso utilizar un altavoz para lograr la difusión que se produjo. Hábilmente dispuestas unas pocas palabras en el lugar adecuado fueron suficientes para lograr el efecto deseado que no era otro que mis nuevas aventuras- con los añadíos que suele producir el camino- llegaran a conocimiento de la señorita Puri, por la que suspiraba mi pobre corazón desde tiempo inveterado. Bueno, no sé si inveterado, pero sí desde mucho tiempo atrás. Muchos años hacía de todo aquello.
La perspectiva de Don Juan nueva que sobre uno circulaba por el negociado, me habría de rentar unos réditos que sólo el tiempo podía evidenciar.
Pero lo más sorprendente de todo ello fue el hecho de no obedecer a ningún plan establecido, a desarrollarse sobre la marcha sin que mediara propósito maquinal mío alguno.


Tres.

Creo que fue el culmen de mi existencia. El caso es que la un tanto pazguata jefa de negociado reparó en mí al poco tiempo de coger uno fama de hampón de los bajos fondos. La señorita Puri había también consumido su vida entre libros de Derecho, de la manera en que cuando se había dado cuenta había ganado dioptrías y perdido atractivo físico para los hombres. No obstante sólo un ciego no hubiera visto que dentro de aquel casi uniforme con que se vestía no había buena materia prima. Y efectivamente. A mí me tocó descubrirlo en, ya digo, el culmen de mi existencia.

Puri, hasta el momento en que mi nombre salió a la palestra pública no había mostrado por mí curiosidad alguna. Era la espoleta de mi participación en el abierto mundo sexual lo que operó aquel desencadenante en la muchacha. De repente me vi aupado a aquella posición de ventaja en el mercado sexual. Y por la más pura casualidad. Empecé a ser un hombre con todas las dimensiones de la palabra dejando de ser un mero portador de pantalón que hasta entonces había sido para la chica.
Pronto la nueva situación tuvo su reflejo exterior. La muchacha empezó a arreglarse y lo que fuera una apariencia correcta alcanzó matices de relumbrón.
Fue así cómo me di cuenta de que la señorita Puri tenía piernas, lo que hasta entonces había pasado casi desapercibido, entre los límites de la apariencia y la realidad.
Lo demás vino como rodado: un día una palabra intencional, otro un gesto furtivo. El caso fue que aquellas perchas como nosotros, que ya sólo valían para colgar la ropa se fueron deshaciendo de tabúes y ataduras y todo milagrosamente cuando ya nadie hubiera apostado nada por ello.

Texto agregado el 31-01-2015, y leído por 192 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-02-2015 entretenido relato. No desanimes por la fiaca de los lectores hacia textos relativamente largos. Sigue escribiendo y compartiendo. Un abrazo sheisan
02-02-2015 Volveré para leerte con calma y tiempo.. Un abrazo, sheisan
 
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