Todo era confuso. Cuando quise darme cuenta estaba amaneciendo, el mal tiempo había desaparecido y el cielo estaba despejado, pintado de rojo, un rojo sangre. Nada ni nadie había deambulado aquella noche por el cementerio, todo estaba literalmente muerto. Pero de repente y sin avisar, de la nada salió un cuervo y luego ciento más. Se posaron en las ramas de los árboles que parecían vencer por el peso de tanto pajarraco.
- No sé cuándo, no sé dónde, no hay un final… te encontré una vez y lo volveré a hacer.– chille a los cuatro vientos.
- Lo juro por mi alma.-cogí mis cosas y me fui sin mirar atrás. Los cuervos comenzaron a graznar, eran como sus espías, sus ojos y este era mi mensaje para él. No tenía otro remedio que volver a la noche. Seguí el camino algo frustrado por no haber conseguido aquello que quería. El tiempo era relativo. Solo tenía veintidós años, una larga vida por delante si uno se pone a pensar, pero vivía en un mundo lleno de peligro, aquí solo había una regla, sobrevive el más fuerte. Me pare delante de la iglesia que se hallaba al final del sendero, justo delante del cementerio. Era un buen momento para entrar y tener una charla con el jefe, con el creador, ya puestos hacía años que no me confesaba y nadie está libre de pecado, yo no era una excepción. Con pasos firmes me dispuse a entrar, recorrí el santificado pasillo hasta encontrarme con la figura de Jesús crucificado, luego me fui directo al confesionario. Entre despacio para no hacer mucho alboroto y me senté.
- Perdóneme padre porque he pecado. |