En algunos lugares, la cimitarra pende despiadada
sobre el pescuezo de algún insurgente,
o es la muerte química o el despanzurramiento de la silla eléctrica,
es la horca, alguna vez fue la guillotina, son los métodos del hombre,
para borrar de un paraguazo el crimen, la mentira o la rebelión,
la muerte impuesta por los ingenios más notables,
o bien con el el fusil anacrónico que horada el pecho del condenado,
es la parca, al final de cuentas, la que se viste de jueza suprema,
para ser pagana, leguleya o justiciera, o quien se lava las manos
al final de cada uno de los cadalsos creados por el hombre.
vaya dios, la justicia de los humanos es tan prosaica, tan despiadada,
y aún así se sienten satisfechos tras esta lapidación de la nueva era.
sin querer escuchar el gemido ni jamás, la mirada implorante del ajusticiado.
Todos vamos irremediablemente al cadalso, si no es la justicia,
nos ahogaremos en bilis, en químicos enlatados, la soga la amoldamos a gusto,
como dicen estos filósofos de plato al frente, embriagados en sabores espurios,
si bien la fecha está sellada para cada uno, después de esta no hay otra, señores.
El ajusticiado será parte de la veneración de los supersticiosos, quienes les encenderán
velas y le escribirán agradecimientos en piedra mármol, serán considerados santos.
El que muera atosigado en su propia gula, no recibirá homenaje alguno ni posteridad,
sólo hormigas y gusanos se prepararán para este festín glorioso de aquel que preparó su propio holocausto.
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