EL ESCRITOR
Sigfrido Montero era un escritor de mediana calidad a quien nunca le publicaron nada a pesar de su doloroso y vergonzante peregrinar de editorial en editorial. Al darse el boom de auto publicación por Internet, él se resistió sistemáticamente a hacerlo.
Cuando familiares, amigos y conocidos se lo sugirieron, les dijo con mucha seguridad que eso le parecía un acto indignante, lleno de soberbia y autocomplacencia; el auto publicarse lo consideraba como una masturbación del ego literario, era como claudicar a una carrera honesta de escritor y traicionar los cánones impuesto por los autores consagrados por la fama y la fortuna. ¡Mil veces mejor una publicación póstuma plena de reconocimiento, a un libro engendrado del propio peculio!
Les dijo no querer pasar la pena de llevar el libro auto publicado bajo el brazo para ofrecerlo lastimosamente a familiares y amigos, quienes a lo más leen algunas páginas y ¡terminan tirándolo al bote de basura!
Mientras le publicaban, Sigfrido Montero escribía afanosamente novelas, cuentos, poesías, relatos, ensayos, guiones, de todo. Poco a poco se iba obsesionando en producir más y mejores obras literarias. En su ansiedad por hacer “literatura” dejó de comer regularmente y escamoteó horas a su sueño y tiempo de recreación.
Febrilmente imaginaba tramas y personajes; dejó de terminar sus historias porque los temas surgían en su mente como una avalancha incontenible. Iniciaba un texto y al segundo o tercer párrafo imaginaba otro, dejaba uno sin concluir y empezaba el siguiente sin ningún orden ni control.
Dejó de escribir pues su exacerbación mental se hizo incontenible, ahora proyectaba sus historias como alucinaciones sobre la pared donde solamente él las veía, como en tercera dimensión, unas sobrepuestas a las otras, a veces en blanco y negro, otras, en una policromía exagerada.
Hablaba, discutía, peleaba con sus personajes, los amaba o los asesinaba a sangre fría. Se hizo matar, nacer, renacer y engendrar en sus enloquecidas historias. Los personajes femeninos creados por su mente desquiciada lo amamantaban o poseían sexualmente, le hacían traición, lo abandonaban para luego regresar arrepentidos y volverlo a amar. Sus tramas se entramaban con ellas mismas o se enredaban en los hilos enhebrados de su mente.
Fue rescatado por sus familiares quienes lo llevaron a un psiquiátrico en donde ingresó en estado catatónico. Una junta médica lo evaluó y lo declaró como no violento y pudo permanecer entre los otros pacientes.
Compartía una habitación con Sandro Moreli quién padecía el delirio de hablar constantemente, a Sandro se le escuchaba a todas horas decir frases célebres, refranes y hasta chistes, para este enfermo lo importante era decir algo, aunque fueran incoherencias no atendidas por nadie en el nosocomio.
Con el paso de los meses Sigfrido Montero empezó a recobrar la movilidad, nadie supo cómo conseguía lápices, pero muy seguido lo sorprendían rayando las paredes, los muebles y hasta el piso del hospital. Los doctores consintieron se le entregaran hojas de papel y el material necesario para su nueva actividad, pues la imaginaron como una buena terapia para el escritor. A partir de entonces se le vio día y noche haciendo líneas horizontales en las hojas en su poder. Los trazos eran de diferentes tamaños y discontinuos, como cuando escribía sus historias se mostraba infatigable en su nueva labor.
Una mañana, mientras los médicos hacían su recorrido de rutina encontraron a Sigfrido Montero enfrascado en una airada discusión con Sandro Moreli, el escritor mostraba iracundo a su compañero de cuarto una hoja llena de rayas, mientras emitía con vehemencia sonidos guturales tratando de convencer al otro enfermo.
Sandro le contestaba con una letanía de adivinanzas, trabalenguas y sentencias populares. Cuando los doctores tratando de terminar con la lucha "verbal" entre sus pacientes intentaron quitarle al escritor la hoja esgrimida frente al rostro de su compañero, Sigfrido se violentó, empezó a gritar y a tirarse de los cabellos; corrió frenéticamente por la habitación y terminó lanzándose con fuerza demente contra el ventanal protegido con una armazón de hierro. No sobrevivió al traumatismo craneoencefálico provocado por el golpe. Así de contundente fue el impacto de la cabeza del escritor contra la estructura metálica.
Luego, mientras el personal del hospital retiraba el cuerpo de Sigfrido Montero para llevarlo a la morgue. Uno de los especialistas revisando las hojas rayadas por el escritor, dijo en voz alta:
—Si al menos pudiéramos conocer el mensaje oculto en estas rayas—
Entonces Sandro contestó colocando su dedo índice sobre la última línea trazada por Sigfrido Montero:
—Muy sencillo, aquí dice: "la vida es una ficción, lo único real es la muerte"—
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