Macbeth es lo primero que pienso cuando veo mis manos esangrentadas. O quizá en Raskólnikov o en un asesino serial o en un amante perversón y afligido. No hay frente a mí un espejo. Tampoco un lavabo ni lejía para quitarme la sangre.
Fue un sólo rascar que desató la marea; y bajo la luz del aparador, mis manos adquieren un tono siniestro, un halo trágico, y las escondo porque tan sólo fue un rascar, un no dejar quieto la protuberancia seca que me molestaba.
Sentir la sangre fluir, probar su sabor, ver las gotas grandes sobre mi cara caer, en mis labios, en la computadora y no poder detener la hemorragia, mientras, alrededor mío, la gente pasa sin percatarse, e imaginar la avaricia que motiva al hijo a deshacerse de su padre por el control de la empresa, el placer del amante que guarda para sí, lejos de los ojos comunes, la mancha morada en su dedo medio pensando en no lavarse hasta hacerla suya de nuevo al día siguiente, o la desazón del esposo que regresa a su casa del trabajo, mata a la esposa y en los andenes del metro, bajo la luz blanca, adquiere consciencia de sus celos, ve la sangre roja seca y se tira cuando llega el tren.
Porque
al final de cuentas
sólo fue un rascar.
Pues esa es la tarea del escritor
decir
sangre no es sangre
sangre es otra cosa
un asesinato
un goloso acto sexual
un palpitar de carnicero
sangre es un sacrificio al dios hambriento.
Porque sólo fue un rascar.
Pero rascar no es rascar
es otra cosa
es sólo sacar un moco
es un quitar el dique, es un romper la presa y es un no poder detener la hemorragia en un lugar público sin un pañuelo. Veo la sangre en mis manos secarse y pienso en Macbeth, porque tan sólo fue un rascar, un me estorba y lo quito del camino, un cambio de significante, un pensar en sentido figurado. |