Cuando me di cuenta estaba en aquella extraña habitación oscura y repulsiva, repleta de polvo, con las paredes amarillentas. Me sentía extenuado, como si hubiera estado todo el día trabajando en la fábrica con mi abuelo, levantado cajas y llevándolas de un lado a otro. Escuché un ruido, y me percaté de que había alguien en la esquina de la habitación. Era un niño, estaba sentado en el rincón más oscuro, parecía asustado, como si se acabara de despertar él también. Me acerqué a él para preguntarle si sabía qué estábamos haciendo aquí, pero no me contestó.
Advertí en él una mirada cautelosa, como si supiera algo pero tuviera miedo a contármelo. No se fiaba de mí. Lo intenté de nuevo, pero de nuevo, me apartó la mirada.
Me senté a su lado, para ver si conseguía tranquilizarlo. Al cabo de un rato, no podría decir exactamente cuánto, ya que no tenía reloj ni aquella habitación poseía ninguno, se abrió una puerta, en realidad la única puerta que había.
Apareció un hombre desaliñado, con un candelabro y unas cadenas colgadas de sus huesudos brazos, tenía el cuello lleno de cicatrices, que parecían fruto de atrocidades y crueldades a la que había sido sometido, además de parte del rostro deformado, como si años atrás hubiera estado en un incendio. El conjunto completo era aberrante, por lo que al verlo, se me escapó un “¡qué bárbaro!”, que hizo que aquél pobre monstruo me mirara y sacara algo de su bolsillo mientras se acercaba a mí.
Me desperté mojada de sudor, metido entre las sábanas de mi cama, en una habitación que sí reconocía. Mire mi reloj, “las cuatro y veinte, sólo ha sido una pesadilla” me dije. Cerré los ojos y me dormí otra vez.
|