Era medianoche, hacia frío, muchísimo frío, mas del que llegaba a recordar, uno que helaba los huesos, de los que se hacia notar en el ambiente. El cielo estaba nublado, pesaroso, con ganas de dar guerra, a punto de llover. Una gota, luego dos y tres, el cielo empezó a llorar. Era una noche triste, nada ni nadie había en aquel lugar tan solitario, ni siguiera los cuervos se atrevían a dejarse ver por allí. Los arboles apenas se mantenían en pie, como si la tierra estuviese muerta y no pensaba que fuese por el echo de estar en un cementerio tuviese mucho que ver. Todo estaba oscuro y sin sombras, nada ni nadie murmuraba. No era el mejor lugar para pasar la noche, pero era el único donde podía encontrar lo que buscaba, aquello que todo hombre teme y desea evitar, la muerte. Pasaron las horas como si de días se tratase, nada había cambiado, eso si, el cielo paro de llorar. El frío iba a mas y puesto que pensaba encontrarme con la muerte mas vivo que muerto encendí una hoguera con algo de leña seca que guarde a buen resguardo antes de llover por si acaso. Era un hombre meticuloso, uno que planeaba sus movimientos, un peón mas de ajedrez que viene siendo la vida. El calor daba vida y la luz un punto de visión del que antes no disponía, pero también me daba la desventaja de ser visto, un riesgo que estaba dispuesto a hacer. Escondido dentro de un panteón esperaba impaciente el momento de volver a verle, a exigirle de vuelta lo que me pertenecía.