Prostituere
Dido era una más de las treinta y dos mil putas censadas en Roma. Había sido parte del sustancioso motín en la conquista de Gades y vendida como esclava a un burdel de la capital del imperio. Sus formas y habilidades la mantuvieron ocupada con cuantiosos clientes durante muchos años hasta que por su edad no lograba competir con las más jóvenes que acaparaban la clientela.
De modo que ya no representaba un buen negocio para el dueño del lupanar, por tanto fue una adquisición económica para Fabio Aripa, Promagister de la Sociedad de Publicanos que abastecía a la IX Legión Hispana.
Fue así como ella formó parte del séquito de meretrices del campamento de la IX Legión estacionada en la región de Europa Central bañada por el Danubio. La zona donde estaba el tugurio era un arrabal infame. Suntuosas tiendas de comerciantes sirios estaban enclavadas apresuradamente junto a las destartaladas chozas de galos rubicundos que vendían pieles y amuletos, en cuyas paredes, por las tardes, Dido y sus compañeras se apoyaban para disputarse la clientela con los adivinos y los vendedores de pan alejandrino.
El olor a leña quemada y grasa rancia se mezclaba con el de letrinas y con las nubes de incienso que se escapaban de entre las cortinas del prostíbulo. En un tosco lienzo de madera pintado en rojo se mostraba el atributo de Príapo que era lamido por una loba; esa era la señal de estar en la carpa de las prostitutas. En el interior, un burdo cartel anunciaba el nombre y precio de la ofertante, además, de alguna de sus cualidades; cuando algún cliente entraba le daban vuelta al anuncio mostrando el letrero: “ocupada”.
Un legionario de rostro zafio y cabeza cuadrada se detuvo frente al letrero de Dido. Entregó los ocho ases al matón de la puerta, y entró en aquel sucio pabellón sin ventanas. Todos los cubículos solo eran una sucesión de cortinas, iluminados por lámparas de aceite que las teñían de hollín. Su débil luz anaranjada recortaba las figuras que yacían entrelazadas y las proyectaba sobre el telón en posturas obscenas.
Sentada sobre el camastro Dido desabrochó el cinturón del guerrero para despojarlo de la túnica, pasándola por encima de su cabeza, y a continuación exploró su pecho con la boca, recorriendo la línea de abdominales melladas por cicatrices hasta inundarle el vientre con su cálido aliento. Cuando el cliente descubrió que otro hombre del cubículo contiguo los observaba se sintió invadido en su intimidad y empujó a Dido sobre el fardo de pieles y, aferrando firmemente sus caderas, se introdujo en ella hasta arrancarle un quejido, más por la brusquedad que por placer.
A cada arremetida, ella fingía gemidos de placer. Con los violentos movimientos y resoplidos del centurión las cortinas oscilaban, y el aroma dulzón y barato del perfume de Dido se diluía con el acre olor a sexo y sudor del hombre. Ella vio que él ponía los ojos en blanco antes de cerrarlos. Después el guerrero dejó caer todo el peso de su cuerpo sudado y sintió la suavidad del cuerpo de Dido bajo él; su corazón palpitaba con fuerza.
Durante varios minutos permanecieron inmóviles, en silencio hasta que él acarició su mejilla y la besó en la frente con ternura. Acostumbrada a ser sometida y desechada después de ser usada. Ella deseó agradecer el gesto de algún modo y acarició las cicatrices de su pecho y entonces, sonrojada notó los pezones duros como almendras y se entregó al placer.
Las visitas de ese soldado se repitieran cada vez con mayor frecuencia, con el tiempo fueron aderezadas con intimidad y salpicadas de conversaciones con frases que sonaban a promesas. No hubo amor entre ellos ni siquiera en las noches que quemaron su amargura en abrazos. Sólo fue pena espesa de desamparados que se acariciaban el alma por un momento en su camino. De modo que fue así como Dido logró arrancarle a la vida pizcas de alegría y placer. No fue gratis, ella debió ceder sus exiguas ganancias al vigilante para que le permitiera mantener el cartel del lado de ocupada para estar disponible únicamente para su soldado.
Con todo, Dido no soportaba el desasosiego que le causaba ver partir al legionario a las expediciones o a combate. Fue una tarde después de que arrugara la frente y la comisura de los ojos en un vano esfuerzo por mirar en lontananza el regreso de su hombre que el cartel de Dido estuvo a la vista nuevamente, renunciaba a lo más parecido a la felicidad que no conoció.
(Tercero de la serie: drogas y prostitución). |