El frío congelaba sus manos y, sin embargo, ella seguía sosteniendo el vaso frío de cerveza. Ambos se preguntaban, sin decírselo al otro, por qué habían decidido sentarse en una mesa de afuera, en el pleno fresco de invierno.
Clara, luego de mirar hacia adentro, seguramente a un hombre, volvió la mirada hacia los ojos de su marido y le preguntó con timidez:
-¿Hace cuanto que no salímos, Sergio?
- ¿Qué? ¿A dónde no salímos? –respondió él, medio confundido.
-Claro. Digo a bailar, a tomar algo.
-¡Pero si estamos acá, tomando algo! ¡Estamos tomando cerveza! ¿No?
-Sí, bueno –dijo Clara, y se calló.
A los segundos, con entusiasmo, exclamó:
-¡Pero yo hablo de ir al boliche! Salir, conocer la noche. Desde que vivimos acá no fuimos a ningún lugar. ¿Te das cuenta?
El bar en el que estaban comenzó a llenarse de gente. Había parejas, grupos de amigos, algún que otro viejo. A Sergio le extrañó que ya nadie usara una puta camisa. Lo hacía sentir un poco incómodo. Todos usaban esas remeras de mierda, con frases de mierda en inglés o con imágenes de playas. “Son los diseñadores gráficos” –pensó- “arruinaron el mundo”.
-Bueno, a mí me parece que a los boliches no se sale en pareja. Nadie va con su novia. Ahí se va a levantar minas. ¿Vos me dejarías ir a levantar minas?
- ¡Pero estás re loco! ¿Qué carajo me decís? ¿Estás drogado?
No. No lo estaba. Estaba sobrio desde el 2003. Ella lo sabía. Fue ella la que lo ayudó a salir de la merca. De “la noche”. Y ahora ella era quien quería volver a los boliches.
-Bueno, no sé ¿a qué querés ir a un boliche?
El lugar ya estaba lleno. Por lo menos ya cumplía la capacidad máxima que figuraba en los carteles que estaban pegados en la puerta. Igual siempre dejaban entrar gente de más. Lo seguirían haciendo hasta que, tres años después, el lugar se incendiara y la gente no pudiera salir, muriéndose de una de las peores maneras que existen, según muchos especialistas: incendiados.
-A bailar, a eso me gustaría ir. A bailar. A las mujeres nos divierte eso.
Clara fue, durante mucho tiempo, una excelente bailarina. Bailaba en teatros. Se vestía –junto a otro grupo de gente- con trajes azules, verdes o blancos. A veces le otorgaban protagónicos. Es decir, un tiempo considerable para bailar solita sobre el escenario, frente a una multitud de gente. Sergio dejó de ir a verla. Lo ponía, decía, muy nervioso. Sentía que ella podría equivocarse. Pensó, también, que él, siguiéndola con su mirada, podría ponerla nerviosa. Así que –en un supuesto acuerdo mutuo- decidieron que él no asistiría más a sus espectáculos. Meses después, uno de los escenarios de la calle Bolívar se derrumbaría. Las maderas estaban, dijeron los peritos, vencidas. Clara, junto a dos bailarines más, se rompería los ligamentos cruzados. Nunca volvió a bailar profesionalmente.
-¿Pedimos otra cerveza?- preguntó Sergio.
-Sí, pero no me estás escuchando.
-Sí, te estoy escuchando.
-No, no me estás escuchando- dijo Clara, y miró para abajo como siempre que hacía cuando se enojaba.
El mozo- un pibe de no más de veinticuatro años- les alcanzó hasta la mesa otra Quilmes fría. Le sirvió un vaso a Clara. Luego le sirvió a Sergio, que le agradeció con un gesto que muy poca gente le ha visto hacer.
-Bueno, hagamos una cosa, y nada más que porque me tenés re podrido. Si vos conseguís que alguien de acá, de este barcito de mierda, te acompañe, yo no me voy a oponer, y listo, vas al boliche.
Clara se tomó la blusa blanca, se prendió uno de los de los botones rosas que le colgaban, viejos y gastados. Por un momento no dijo nada, unos minutos en los que los dos tomaron cerveza muy despacito. Después, ella asintió, dijo “está bien” y se levantó de la mesa.
Ingresó al bar tropezándose, mareada por el alcohol. La cerveza siempre la ponía en pedo. Sobre todo cuando la tomaba con mucha espuma. Desapareció –su blusa violeta por las luces del bar se dejó de ver- cuando por fin atravesó el tumulto de gente que estaba reunido en la puerta.
Sergio se quedó solo en su mesa. Miraba, de vez en cuando, a la gente que entraba en el bar, aunque para ese momento de la noche ya era mayor cantidad la gente que salía de ahí para irse al único boliche del pueblo: “El Comanche”.
Clara salió con tres mujeres –o quizás eran cuatro, porque estaban algo dispersas- y, también, con dos hombres que, dijo, las llevarían al boliche. Le dio un beso en el cachete a Sergio, bajó unos empinados escalones de cemento, se subió al auto y se fue.
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