I
La llegada de Abel Ungaäro al monasterio más recóndito de los Cárpatos causó revuelo entre los monjes no sólo por tratarse del hijo bastardo del venerado Abel el Viejo, sino debido a la fama que le precedía como el hedor a los zorrillos: la de ser el más experimentado artífice de exorcismos y un eficiente exterminador de vampiros.
Pero a todo mundo extrañó que esa vez el hombre recio como avatar de Heracles no llegara escoltado por su séquito de “castradores de no-muertos”, sino que avanzara a paso lento al lado de un jorobado con el cabello arrancado a mordiscos y la mirada indefinida a tono con el gesto de franca estupidez.
Lo que nadie observó fue el recipiente enmohecido que el jorobado escondía entre sus harapos, donde ocultaba la figura infame de la “mosca vidente”.
De modo que Abel Ungaäro sólo se detuvo a conversar unos instantes con el abad, y sin mayor dilación se dirigió a la única celda que calentaban los rayos del sol poniente, donde se recluía en casta contemplación el insigne monje Abel el Viejo.
Nadie sabría a cabalidad las claves del misterio que descendió con aleteos de dragón reposado en el monasterio. De hecho la historia real de lo acontecido sólo sería revelada en su integridad hasta pasado mucho tiempo.
El hermetismo de la llegada de Abel Ungaäro y el recibimiento duro que le hizo su padre dejaron paso a los rumores acerca de las noches acalambradas por los reclamos de los grillos en que Abel el Viejo apuntaba con diligencia y pasmo una tras otra las revelaciones hechas por el jorobado llamado Hooldrick el Cojo.
Muchos monjes estupefactos jurarían sobre las sentencias de San Obduliano el Sereno que Hooldrick a su vez era “iluminado” por los aleteos misteriosos de la obesa “mosca vidente” tras su nuca; díptero imbuido con el poder psíquico de Genseratu: el último vampiro bratislavo, expuesto hacía poco a los rayos del sol demoledor del cañón de la Puerta de Hierro por un Hooldrick cuyas acciones eran dirigidas por la enigmática mosca vidente que perturbaría hasta la demencia al insigne Abel el Viejo, el autor auténtico del manuscrito “El Crepúsculo de Genseratu” que ocultaría a los pocos años el indignado Abel Ungaäro, considerado “el legítimo exterminador”.
II
Se dice que en el más vil monasterio de los Cárpatos existe un libro denostado por la iglesia y la nobleza transilvana, donde se relata la gesta en la que se destruyó al último vampiro bratislavo.
Pero se asegura que el cuerpo exánime del perverso vampiro Genseratu no fue reducido a las cenizas por el sol gracias a los buenos oficios del caza-monstruos Abel Ungaäro, sino a causa de una proeza inaudita del jorobado Hooldrick el Cojo.
Se cuenta que la destrucción de Genseratu no comenzó con los empujones que le diera Hooldrick el Cojo al féretro hasta ponerlo a la intemperie, sino cuando al vampiro decrépito se le ocurrió doblegar a los insectos con los poderes que utilizaba para controlar a los lobos y las alimañas.
Según el oprobioso tomo “El Crepúsculo de Genseratu”, el monstruo mantenía bajo su dominio a Hooldrick el Cojo por tres razones: requería de alguien que cumpliera los oficios del castillo durante el día y la noche por igual; el jorobado no sólo era horrible, sino que tenía el empaque físico de un cíclope; y sobre todo el tipo disponía de un oportuno cerebro del tamaño de una nuez sin cáscara.
Así que durante años el vampiro controló a Hooldrick con un mínimo esfuerzo, recompensándolo con un escondrijo en el castillo donde le prodigaba mendrugos y en ratos le permitía degustar algunos odres de vino añejo.
Pero según El Crepúsculo… cuando Genseratu pretendió el dominio psíquico sobre insectos como las moscas, sus poderes pervirtieron el minúsculo cerebro de uno de esos dípteros peludos y negros, que perdió la vista pero ganó el don de la conciencia y la videncia con las que seduciría a las precarias neuronas de Hooldrick.
Se aclara que durante una madrugada Hooldrick fue despertado por la fuerza presencial de la mosca vidente, que soportó los soplidos hediondos del jorobado antes de batir sus alas membranosas para enviar ondas de aire y de conciencia que iluminarían por unas horas la mente primitiva de Hooldrick.
Tal como se refiere, el sujeto por una vez comprendió su estado de esclavitud ante el vampiro, y a la vez supo que el tirano se escondía de la luz letal del sol.
Según el tomo de marras, el resto de los eventos desencadenados por la mosca contra natura se darían por mera inercia instintiva: la incursión de Hooldrick en el sótano infestado de ratas aterradas junto al ataúd de Genseratu; la determinación de sacar a empellones la caja hasta el patio de baldosas embarradas de moho; y el acto final de levantar la tapa ante el primer fulgor del alba.
Mucho se ha insinuado sobre el desconocimiento secular del libro recién expuesto a la luz pública y al juicio sereno de la Santa Madre Iglesia; pero la versión que más encono ha provocado muestra a Ungaäro como un plebeyo verde por la envidia, responsable del menosprecio hacia Hooldrick el Cojo y de ocultar el libro que temió quemar por haberlo escrito su padre Abel el Viejo durante largas sesiones ante la chimenea.
Respecto al monje Abel el Viejo, se sabe que no sólo gestó los renglones interdictos de El Crepúsculo de Genseratu, sino que para hacerlo pasó semanas en reposada pose de alerta ante las revelaciones tortuosas de un sudoroso Hooldrick el Cojo, con todo y mosca vidente revoloteando en su nuca rapada.
III
El vampiro Genseratu sabía que en sentido estricto no le bastaba morder a sus víctimas para que se volvieran no-muertos como él, pues debía surgir la aquiescencia interior hacia la seducción del mal.
De hecho esa había sido su propia experiencia siglos atrás, cuando recibió las visitas constantes de una hembra vampiro y al final cedió los hilos de su voluntad ante el goce perverso del poder y la transgresión.
Genseratu pensaba en eso al limpiarse un residuo de sangre de la comisura de la boca de labios tirantes, auxiliado apenas por la luz de unas velas lastimosas… y al hacerlo intuía que muy en su interior la victoria del mal no había sido completa, pues nunca se ensañaba con las presas a quienes visitaba para sorberles sólo un poco de sangre nutricia.
Genseratu evocó por última vez el gesto lúbrico de su reciente “conquista” en tanto él le retiraba el cabello rizado del cuello para morderla, y terminó de quitarse la indumentaria oscura, quedándose en calzones.
En ese instante entró a la habitación de su señor el jorobado Hooldrick, cuya sombra se alargaba como goma merced al candelabro que portaba con firmeza.
Cargaba un traje sastre y unos zapatos de piel para el amo ante quien bajó la vista procurando encoger en lo posible el enorme cuerpo paquidermo, pues no deseaba mantener en la mente la estampa raquítica de las piernas garraletas y las costillas marcadas de un Gensesatu apenas dignificado por las facciones altivas y el cabello lacio y brillante.
Genseratu estiró la mano imperiosa sin ver a su sirviente, y le ordenó con sequedad que preparara la estancia, pues pasaría el resto de la noche tocando el violín. Después se vistió sin darle importancia a la venia de Hooldrick, quien abandonó el cuarto reculando hasta el umbral.
Genseratu terminó de abotonarse el saco frente a un espejo de marco de enebro, donde podía ver “sus figuras”, de las cuales gracias a su dominio volitivo sólo distinguía la física y no la psíquica, tan perversa en algunos vampiros, que los mortales ante ella se demudaban, activando en fracciones de segundo el mecanismo mental defensivo según el cual no había nada en el espejo, lo que diera inicio al mito de los no-reflejos de los vampiros.
Genseratu se sintió listo y salió de la estancia, ignorando la indumentaria negra sobre el piso, que le facilitaba el cambio perceptivo espacial que le permitía aparecer como quiróptero descomunal, o de plano cual ser invisible ante las personas.
En pocos minutos ya se encontraba tocando violentas melodías con su Stradivarius, impregnando las paredes del castillo lóbrego de vibratos y tremolos al incordiar las cuerdas con enérgicos embates del arco de pelos de dromedario.
Estuvo así durante horas, hasta que se consumieron las velas y supo por el arrebol de un cordal de montañas lejanas que ya brotaba el sol aniquilador; de manera que guardó el violín en su estuche y se dirigió resignado al sótano recién desempolvado por Hooldrick, donde se hallaba el féretro en el que literalmente caería muerto hasta el siguiente crepúsculo.
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