Cuando se miraron a los ojos, ambos supieron que ese era el momento tan esperado.
Sus miradas hablaban, mientras el temblor de sus cuerpos hacía mucho más simple y natural que la ropa se fuera deslizando y cayendo hasta dejarlos totalmente desnudos y expuestos.
Pasaron varios minutos para que todo pasase a ser un recuerdo: el más placentero, gratificante, conmovedor, importante, movilizador y satisfactorio recuerdo de sus vidas.
Y así, aun desnudos, se abrazaron nuevamente, más serenos, más calmos, más tranquilos.
Era difícil, sin embargo, entender por qué una voz en sus interiores había comenzado a sonar.
Casi inaudible e ininteligible al principio.
Pero se iba haciendo cada vez más clara.
Era irresistible escuchar esa voz.
Cuando ambos, casi al unísono, se preguntaron: "¿Te sentís bien?", entendieron claramente el proceso que había llevado a cada uno de ellos a decir precisamente eso.
No era casual que hubieran utilizado exactamente las mismas palabras.
Porque, en realidad, la pregunta quería ser muchas otras preguntas: "¿Te gusté, estuve bien, cómo te hice sentir?".
Y también las respuestas fueron simultáneas y coincidentes, tanto en palabras como en gestos: "Nunca me sentí mejor", se dijeron, mientras sonreían cómplices.
Y de la sonrisa pasaron a la risa, porque las coincidencias los seguían acompañando.
Cada uno de ellos entendía bien claro lo que el otro le había querido preguntar en realidad, sin embargo, ninguno de los dos sabía a ciencia cierta hasta qué punto la respuesta obtenida había sido sincera, o reflejaba exactamente lo que el otro sentía.
Al segundo cigarrillo sus mentes ya no estaban ahí.
Buscaban desesperadamente alguna forma, no demasiado evidente, de confirmar que todo lo sucedido había sido algo real.
Cuestionaban términos tan absolutos como la palabra "nunca".
"¿Verdaderamente nunca se habrá sentido mejor... con nadie más?"
"¿No será que me respondió eso para tranquilizarme?"
Y llegaron más lejos aun: "¿Habrá creído mi respuesta?".
Cuando él atendió su celular y le explicó que debía volver al trabajo, porque el jefe lo estaba buscando, ella decidió que no tomarían el mismo taxi. Y cuando se lo dijo, él creyó entender lo que estaba sucediendo.
Un manto de piedad mutuo los mantuvo en silencio hasta que llegaron los respectivos coches.
Paradójicamente, mientras cada uno de ellos le daba el destino al conductor, sus pensamientos seguían coincidiendo: "¿Nunca aprenderé yo?". |