Marco Aurelio debió regresar a Manhattan antes de concluir su trabajo en Etiopía, donde en Axum trataba de contactar al guardián de la legendaria cripta en la iglesia de Santa María de Sidón, supuesto reducto del Arca de la Alianza que en su momento le robaran a Salomón el rebelde Azarías y Menelik, el hijo ingrato del rey sabio y la reina etíope de Saba.
De modo que Marco Aurelio apenas se las arregló para platicar con un esquelético obispo abuna, quien se limitó a regalarle un souvenir tabot: una supuesta copia del Arca de acacia de las Escrituras, bañada en oro por el artesano Basalel bajo las órdenes de Moisés.
La razón del retorno de Marco Aurelio había sido la noticia de la muerte de su amigo Joruba Daniel “a causa de una sobredosis”, sobre lo cual Marco Aurelio tenía razones suficientes para dudar, pues apenas una semana atrás se había comunicado con él por medio del Internet, instante en que Joruba Daniel le confió su preocupación por una serie de experimentos que había descubierto en la empresa donde trabajaba desde hacía años en su calidad de Ingeniero en Nanotecnología.
En eso pensaba Marco Aurelio al cerrar los ojos justo cuando el avión de la British Airways despegaba directo a Londres, donde haría escala en su trayecto hacia Estados Unidos. No obstante su cansancio, el periodista de repente abrió su mente ante la cauda de recuerdos del hombre con quien pasara tardes absortas ante un tablero de ajedrez.
Joruba Daniel era un negro impresionante y estilizado como cazador maorí. Marco Aurelio lo había conocido en una conferencia de siete años atrás sobre “Desafíos y Expectativas de la Ciencia para el siglo XXI”, donde el tipo planteaba la posibilidad real de valerse de los insectos para convertirlos en económicos y omniscientes peones de los investigadores “en los terrenos de lo Normal y lo Paranormal”, según bromeara al responder a la pregunta de un estudiante con la cabeza protegida por un gorro psicodélico.
Marco Aurelio contactaría a Joruba Daniel minutos después de terminar la ponencia, y sabría que había dado con un personaje especial al estrechar su mano firme en tanto lo interrogaba sobre varios puntos difusos aclarados en la entrevista que el hombre concedió para tres días después; misma que terminó con una partida en la que el científico no se tocó el corazón para practicar la defensa india y eslava por igual.
Marco Aurelio recordó que Joruba Daniel no sólo imponía respeto por su estampa más propia de guerrero del Sahara; sino a causa de su mirada inteligente y aguda en contraste con su sonrisa cordial. Pero había algo más que Marco Aurelio descubriría con el tiempo: Joruba Daniel era un caso aparte en su medio no sólo por su preparación, sino debido al desborde insospechado de sus actos nacidos en estado larvario luego de cada una de sus intuiciones.
De esa manera Joruba Daniel había librado múltiples trabas en la creación de los cyborgs liliputienses exhibidos ante los no iniciados con sus crudos aspectos de escarabajos, moscas y hasta arañas de patas como agujas de Miró.
Eso evocaba Marco Aurelio del que llegara a ser su amigo, al cual incluso conoció en su aspecto inerme de obtuso pretendiente de una top model marroquí llevada a la cama gracias a un asedio de meses.
Pero eso había terminado, pensó Marco Aurelio.
Luego del funeral en el que asistieron varios compañeros de Joruba Daniel, Marco Aurelio habría de ser abordado por una rubia pequeñita de cabello oculto bajo una cofia negra, quien le pidió que le detuviera un ramo de gardenias en lo que se arreglaba el pelo…
La muchacha le entregaría al reportero una llave y una dirección al despedirse de él mientras definía una sonrisa triste en su rostro regordete.
De modo que al día siguiente Marco Aurelio descubriría en un locker de correo un paquete que al abrir en su casa dejó expuesta una carta, un legajo de papeles y cinco estuches de caoba.
En la misiva Marco Aurelio reparó en la caligrafía fea de Joruba Daniel, quien se dirigía hacia él con frases escuetas y un tono de solemnidad inusual en quien fuera un bromista irredento. Ahí Joruba Daniel revelaba varios secretos que obligaron al periodista a proferir exclamaciones obscenas al sentarse.
Sin circunloquios inútiles y con una claridad parca, Joruba Daniel informaba a su amigo sobre la naturaleza de lo que le remitía: todos los documentos y “el protocolo logístico” de una investigación para utilizar a los cyborgs en una labor que haría palidecer a George Orwell, el creador del omnisciente tirano futurista Big Brother envilecido por la estulticia de la televisión.
Según entendió Marco Aurelio, Joruba Daniel había descubierto que los científicos a cargo del proyecto llamado “Psique” pretendían dotar a los cyborgs artrópodos de unos “microbots” desarrollados por él: una especie de nano parásitos como microbios que eran inyectados por los aguijones de los cyborgs y podían desplazarse por el flujo sanguíneo hasta el cerebro, donde “escudriñarían” los mensajes neuronales gracias a la decodificación de los impulsos eléctricos y químicos utilizados en las sinapsis.
Y otra cosa: los microbots usaban transmisores para distribuir la señal de los explícitos pensamientos de las personas “infectadas” hacia los cyborgs, que a su vez la esparcían en el justo radio de cien metros en el que cualquier espía con el equipo adecuado se podría enterar de todo el flujo mental de las víctimas.
Joruba Daniel concluía su carta con la aclaración de que sólo él podía concretar a los microbots, cuyos prototipos tardarían años en ser decodificados por los jefes de “Psique”. También aclaraba que no se atrevía a destruir la información de lo que fue el único objetivo de su vida, por lo que se la encomendaba a Marco Aurelio para que dispusiera de ella “como le dictara su conciencia y su criterio”.
Marco Aurelio permanecería quieto varios minutos en lo que digería la urdimbre de lo que se había enterado. Luego sacó de forma maquinal un legajo de papeles saturados de fórmulas matemáticas y químicas que apartó para extraer las cajitas de madera marcadas por una leyenda con la letra minúscula de Joruba Daniel: “ejemplares libres de microbots”.
El resplandor lánguido del crepúsculo habría de enmarcar un cuadro expresionista: la figura encorvada de Marco Aurelio y su cara absorta en su brazo, donde avanzaban en línea varios escarabajos de ojos brillantes y pulcros como minúsculas partículas de neón.
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