Tenía una dueña con manos hermosas, suaves, delicadas y con dedos alargados que me sostenía como si fuera un tesoro irremplazable, al menos para ella, pero yo sabía que no era el único, que habían miles iguales que yo pero cuando se lo replicaba ella me respondía con una dulce sonrisa y me decía “Tu eres distinto tienes una magia que nadie más tiene” Y yo le creía. El único problema es que la magia no era mía, era de ella.
Todos los días a la hora del té ella iba a buscarme a mí y a su cuaderno; cuando lo abría empezaba la magia, yo me dirigía sobre el papel hacia donde ella me indicara, haciendo trazos hermosos, creando nuevos mundos, nuevas personas, eventos espectaculares, sucesos trágicos, haciendo su propia arte, que nadie más tenia, única en todo el planeta tierra; adoraba la forma en la que me utilizaba, sentía que era especial. En esos momentos no me importaba nada, deseaba que nunca acabara ese hermoso momento.
Una tarde como todas las demás ella se disponía a escribir, pero en el proceso pudo notar que ya no quedaba más tinta en mí, lo único que quedaba era un pedazo de plástico vacio, que ya no servía para nada; lo último que recuerdo es haberla visto abrir una gaveta y sacando un lapicero exactamente igual que yo, con la única diferencia que él tenía tinta y yo no.
Me sostuvo por última vez en sus suaves manos y viendo como sus manos se iban haciendo distante en el recorrido del escritorio hacia la basura, observando como mi sucesor tomaba mi puesto.
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