Era un hombre que no podía soportar las cosas feas de la vida. Digamos que lo que se entiende por cosas feas son, por ejemplo, las preocupaciones por la falta de dinero, las responsabilidades y los problemas. Tampoco podía soportar las quejas de mi hija Lucille, que eran continuas porque estaba en plena adolescencia, debido a que por dentro, él era una queja. Una queja andante, una queja con dos piernas, dos brazos y una cabeza.
De cara al mundo sonreía. Era como si su cara fuera una sonrisa enorme y permanente. Al verle, daba la impresión de ser un hombre muy jovial. De cara a dentro estaba el descontento, la desconfianza y cierta amargura. Pensaba que todo podía solucionarse riéndose y tomándose una cerveza. En realidad quería reirse de la vida, de todo y de todos, pero la vida misma no se lo permitía. De ahí la ironía, ya que su novia, que era yo, estaba llena de responsabilidades, preocupaciones por falta de dinero y problemas debido a que me había divorciado hacía diez años y el merluzo de mi exmarido no había cumplido con sus obligaciones. No se había ocupado de modo alguno de la manutención de nuestras hijas y yo, que encima trabajaba como traductora y profesora de español autónoma, sin trabajo fijo, nunca sabía exactamente el sueldo del que dispondría cada mes. De ahí las preocupaciones de tipo económico, las responsabilidades de la educación y el bienestar de dos hijas adolescentes y todo tipo de problemas. Lucille y yo representábamos todo aquello en la vida que él no podía soportar. Éramos la sombra de su vida.
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