Aunque éramos únicamente nueve españoles, nos bastamos para derrotar a los dos mil ingleses que nos tenían asediados en el castillo de Rosclogher. Nuestra defensa de la fortaleza, construida en medio del lago Melvin, fue tan aguerrida que no dudaría en calificarla como heroica. Para ser sinceros, es menester decir que en esta ocasión el mal tiempo reinante nos favoreció. Las tormentas y las tempestades se sucedieron a lo largo de tres semanas infernales, durante las cuales el ejército inglés, que no encontraba la manera de quebrar nuestra resistencia, empleó las tretas más sucias que se puedan imaginar. Un día ahorcaron ante nuestros ojos a dos compatriotas que tenían prisioneros, con la intención de que cundiera el pánico en nuestras filas. Otro día nos prometieron que si nos rendíamos nos otorgarían un salvoconducto para regresar sanos y salvos a España. Todas sus artimañas resultaron inútiles. Al poco de irse, regresó el dueño del castillo, Mac Clancy, quien había huido a las montañas en busca de refugio nada más percibir el peligro que se le venía encima. Nosotros, los nueve españoles que defendimos su castillo, nos sentíamos satisfechos de haber podido recompensarle, a él y a toda su tribu, por la gran hospitalidad con la que nos habían acogido cuando nosotros más lo necesitábamos, cuando no éramos más que unos náufragos menesterosos acosados por las tropas inglesas y por los saqueadores nativos.
Unos días después de la vuelta de Mac Clancy, una mañana, mientras me entretenía escogiendo piedras pequeñas y lisas y haciéndolas rebotar una y otra vez sobre la superficie del lago, noté a mi espalda un ruido de pasos. Me volví y era ella. La había echado de menos. No quería que hubiese sido así, pero lo cierto es que la había echado mucho de menos.
Mi relación con Ailisa había empezado de forma curiosa. El primer día que llegué a la aldea, todas las muchachas corrieron como gacelas hacia donde yo estaba para enseñarme las palmas de sus manos con aire inquisitivo. Creyendo que me pedían algo, traté de explicarles por señas que nada tenía y que nada podía darles. Finalmente se deshizo el malentendido: lo que ellas querían era simplemente que yo les leyera la mano. La situación me pareció tan cómica que no paré de reír durante un buen espacio de tiempo. Tras sopesar las posibles ventajas e inconvenientes de lo que iba a hacer, finalmente decidí meterme en el papel de adivino gitano me habían asignado. Ello me dio ocasión de estrechar la amistad con mis anfitrionas, aunque procuraba siempre moverme con la máxima cautela en esos resbaladizos terrenos, ya que mi desconocimiento de las costumbres locales no me permitía grandes atrevimientos. Me limitaba a mirarlas a los ojos y decirles palabras bonitas. Ellas no se enteraban de nada de lo que les decía, pero parecían encontrar sumamente atractiva la sonoridad del idioma castellano y quizá, quien sabe, hasta mi forma de hablar y de expresarme. Transcurrieron los días y su insistencia en que les leyera las manos no menguó un ápice. Cualquier momento del día les parecía bueno para ello. Al final, decidí tomármelo a broma y resolví que les recitaría los romances de mí querida patria. A veces recitaba aquello de “que por mayo era, por mayo, cuando los grandes calores, cuando los enamorados van a servir a sus amores…”; a veces aquello de “Fontefrida, fontefrida, fontefrida y con amor, do todas las avecicas van a tomar consolación… “; y otros romances que ahora no logro recordar. Aunque yo atendía gustosamente a todas mis solicitantes, había una joven por la que, con el paso del tiempo, empecé a sentir un cariño especial. Se llamaba Ailisa y era la mujer del jefe. A ella le tenía reservado mi romance favorito, el romance de los amores. Cuando yo le decía quedamente al oído “cabellos en su cabeza tenía de un serafín, sus mejillas y sus labios como color de un rubí”, notaba que los latidos de mi corazón se aceleraban y que la excitación amenazaba con dominarme por entero.
Y ahora estaba de nuevo ante mí. Me tomó de la mano y me condujo a un apartado paraje. Una vez a salvo de miradas indiscretas, posó sus labios sobre los míos y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Me encontraba tan feliz con mi amada que, por un momento, pensé que sería maravilloso vivir allí el resto de mis días, en aquella remota isla irlandesa. Pero, de pronto, llegó el remordimiento. ¿Era así como pagaba la generosidad de Mc Clancy? ¿No era aquella una acción indigna? Sin decirle nada a Ailisa, que por otra parte nada hubiera podido comprender, decidí que me iría de la aldea y nunca volvería. Era casi imposible que tanto ella como yo pudiéramos reprimir nuestra pasión, pero había además otro motivo. Desde su vuelta, Mc Clancy había adoptado un comportamiento hostil hacia los españoles. Nos hizo saber que estaba muy contento con nosotros, y que, estando con él, con su tribu, nunca nos faltaría de nada, pero, al mismo tiempo, que estaría dispuesto a todo, incluso a emplear la fuerza, para impedir que nos fuéramos de nuestra jaula dorada. Tengo para mí, que la razón de su intento de sujetarnos no estribaba en nuestra buena relación con todos los hombres y mujeres de la aldea y en que desde nuestra llegada se respirara un ambiente más alegre y más festivo en la misma, sino en que, como él mismo había tenido ocasión de comprobar, éramos imprescindibles para la defensa de su fortaleza. Quería que nos convirtiéramos en la unidad principal de su ejército y que, poco a poco, fuéramos adiestrando al resto de los hombres en el arte de la guerra.
Al día siguiente, otros cuatro españoles y yo, aliados con la oscuridad de la noche, abandonamos el castillo. Después de múltiples avatares, llegamos a Escocia, desde donde ahora escribo estas líneas.
Post Scriptum:
Muchos años después del desastre de la Gran Armada, muchos años después de mi estancia en el castillo de Rosclogher, muchos años después de todo aquello, el azar ha querido que aparecieran, como salidos de mi pasado más recóndito, estos apuntes escritos a la sazón. Desde entonces, he tenido la oportunidad de servir al rey en Flandes, Francia, Nápoles, el Piamonte e incluso en las Islas de Barlovento. Con el transcurrir del tiempo, Ailisa dejó de ser una obsesión para mí, pero, en los momentos más tristes, en los momentos más desoladores de mi existencia, pensaba en ella y me invadía una gran paz. Hace poco supe que Mc Clancy fue vencido y ejecutado por los ingleses no mucho después de que yo me marchara. Seguro que Ailisa habrá encontrado el amor en otros brazos distintos de los suyos. Y de los míos. |