Hetaira
Farah vendía todos los días dulces en el mercado. Los preparaba con leche que ella misma ordeñaba del hato de cabras que pastoreaba en los campos fértiles de las afueras de su natal Damasco. Un día, mientras hablaba festiva para regatear con un cliente, un comerciante de telas la atrapó con sus formas elegantes de hombre rico y, después, con regalos costosos que la deslumbraron hasta convencerla de formar parte de sus concubinas.
De modo que abandonó el hogar no obstante los ruegos de la angustiada madre y la censura del padre que prohibió su regreso, y a su familia, verla en lo sucesivo. En su nuevo hogar Farah recibió los fundamentos de la educación, sin embargo, se vieron truncados cuando su protector murió víctima de las prolongadas sesiones de placer, no aptas para la edad avanzada, a las que se sometía con su séquito de amantes.
Sabia que no podía regresar a la casa de sus padres. Estaba desprotegida y sin apoyo familiar. El futuro se contría. Con todo, decidió forjarse una mejor vida fuera de Damasco. Antes de partir logró despedirse de su madre en una cita furtiva.
No dudó en elegir a la ciudad de Delos para sus fines. Fue en esa ciudad donde el mundo le abrió los brazos y ella aceptó la caricia. Exprimió el néctar a cada momento, se prostituyó con miembros de la sociedad Helénica donde limó las asperezas de su rudimentaria infancia y adquirió los refinamientos más exquisitos, de manera que alcanzó la gloria como hetaira y la ciudad le resultó chica.
Cuando arribó a Atenas llegaba blasonada por la fama de ser la más prominente mujer pública de su tiempo. A los pocos días de su advenimiento ya había causado estragos en la juventud acomodada de la ciudad. Toda una camarilla de libertinos se presentaba a su puerta rogando por el derecho a derrochar vitalidad y fortuna a su lado. Ella los menospreciaba con exquisita arrogancia, rigiendo voluntades. Entre otras finuras, había aprendido que también la altivez suele ser el mejor afrodisíaco con que contaba, pues mientras más rechazaba a los jóvenes, el deseo crecía proporcionalmente y el valor de sus ofertas, también.
Farah organizaba legendarias fiestas. Las condiciones para asistir al convite eran precisas, cada uno de los asistentes debía llevar un regalo para la anfitriona, y aquel que ofreciera el de mayor valor tendría el privilegio de compartir el lecho de la hetaira.
En verano celebraba las fiestas en un cuidado jardín donde el verde era el tono predominante, había un amplio triclinio con vista a la columnata que rodeaba al patio del peristilo, además contaba con un canal que lo refrescaba llevando en sus aguas salmones y truchas. El centro del jardín estaba gobernado por un Poseidón de bronce de regia musculatura y tupida barba, sostenía una trirreme en la punta de su tridente, haciendo notar, de alguna manera, quien era el dueño del mar y quien era su frágil inquilino. En el invierno las fiestas las llevaba al cabo en el salón de la mansión que estaba embellecido con frescos sobre motivos helénicos: Diana la cazadora aparecía sensualmente virgen y desnuda, mientras un sátiro la observaba con perversión, sudando deseo.
En una de las fiestas se reunía buena parte de la mejor juventud canalla de Atenas, distribuidos en distintos reclinatorios. Abundaban tanto el vino como las hermosas esclavas que lo escanciaban.
La anfitriona resultó ser una mujer de belleza simple y pálida, que vestía un juego sutil de seda y tul que dejaba adivinar deliciosamente su cuerpo moreno, templado por las brasas de la experiencia, irradiaba una elegancia fría que quemaba con intensidad. Se acercó a un joven ateniense enteco de finas formas y ropas que se ufanaba del valor de su presente. La mirada penetrante de Farah lo desarmó rápidamente, por lo que entre tartamudeos alargó una diadema. Su regalo fue recibido con indiferencia. La insistencia del donante y su zalamería terminaron por exacerbar la impaciencia de la homenajeada.
De modo que el joven fue exiliado a un rincón del salón, donde solo le quedó el consuelo de una citarista ebria. La misma fórmula fue aplicada en cada reclinatorio y las dos esclavas que la acompañaban acumulaban en charolas los regalos.
Fue hasta que la hetaira llegó al grupo que encabezaba Arquelao, aprendiz de filósofo con uno de los discípulos de Sócrates. Ella lo miró como preguntando por su presente, él la saludó con su estilo solemne y le dijo: “No te doy de lo que se compra, porque no tengo y a ti te sobra, sino de lo que tengo y a ti te falta”.
Primero se sintió agraviada pero guardó compostura y con gesto candido indagó cuáles, a los ojos del joven, eran sus carencias. De modo que preguntó “¿qué es lo que crees que no tengo?”. Él sin titubeos afirmó, “afecto”.
Entre las grietas de la mirada altiva de mujer de mundo, sin que ella lo quisiera, se escabulló la expresión triste que la acompañaba cuando no atendía visitas.
Aquella noche Farah no compartió el lecho con Arquelao, ocurrió en ocasiones posteriores, pero sí fue el inicio de una amistad que sobrevivió al fuego de la juventud y la opulencia.
(Primero sobre prostitución y drogas) |