LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA

—Ya es tiempo que se lo digamos —le dije preocupado a mi esposa esta mañana.
—Sí, yo había pensado lo mismo: el nene ya tiene doce años. ¿No viste que le está saliendo el bigote? ¿Qué esperás para decírselo?
—No es bigote… Es que salió velludo como vos.
—No me cambies el tema. ¿Se lo vas a decir o no?
—Digamos… ¡Nooo…! No me atrevo. Él es tan inocente todavía. Creo que debemos dejar pasar otro año más…
-No. Me niego. Si no se lo decís vos se lo digo yo.
(Suspiro) —Bueno, está bien. Me corresponde a mí… Es que me preocupa saber cómo lo va a tomar.
—A mí también, pero debemos correr ese riesgo. ¡Andá y decíselo de una buena vez!
—Bueno, no me grites. Tengo que pensar las palabras adecuadas para no herir su susceptibilidad. Además no sé dónde está… Hace un buen rato que no lo veo.
—¿Dónde va a estar? En su cuarto frente a la computadora, con los jueguitos… Ya sabés.
—¡Ah….! ¿Me podés acompañar? Me da miedo quedarme sin palabras. Vos sos más decidida.
Los dos decidimos ayudarnos mutuamente en ese crítico momento.
—Nene… Mamá y yo tenemos que hablar con vos muy seriamente.
—¿Qué necesitan? ¿Otra vez se les trabó la computadora? Enseguida voy a ayudarles.
—No, no se trata de eso… Es algo mucho más importante…
El nene nos indagó con la mirada y nos hizo un gesto un poco de resignación y otro poco de fastidio.
—Decíselo vos que sos más decidida.
—¡Habíamos quedado que se lo decías vos...! —su voz sonaba amenazante.
Tomé coraje y al fin le dije, transpirando:
—Nene, los reyes son los padres.

CLORINDA