No puede ser, el video se viralizó en tan poco tiempo. Ya supera el millón de visitas, y eso que aún no pasó ni un solo mes desde que fue publicado por el usuario “Alvvert213!”. Incluso me sé la fecha de memoria: nueve de junio del dos mil doce.
Todas las mañanas entro en Youtube, selecciono el video y aprieto F5 para actualizar la página y ver si algo cambia, si el final es otro, si deja de ser- al menos por un segundo- eso que despertó en mí ambiguas emociones, las cuales pensé que ya no tenían lugar en mi carne.
Al menos, como era de esperarse, dejaron de mencionarlo en los medios de comunicación. No dicen nada. Ni siquiera en el programa de Mauro Levinsky, donde se dio a conocer, podríamos decir, nacionalmente. Donde lo vio Marta, quién después me llamaría a mí por teléfono, algo excitada, sin poder respirar, ansiosa por hacer que todo lo que tenía para decirme cupiera en una única y solitaria palabra. No lo logró, claro, y estuvo más de una hora contándome la secuencia que luego yo, apenas me pude conectar a internet, vería con una taza de café en la mano sudada.
En el comienzo del video se ve un bulto. Apenas un esbozo de sujeto. Está metido justo en el medio un gran río marrón que corre violento e indiferente. Dentro del río hay ramas, algunos autos que son arrastrados con lentitud pero con insistencia, y muchas chapas que –según Carlos, que lo vio conmigo- debían de pertenecer a unas improvisadas casas de las orillas.
A Gabriel lo conocía desde chiquito. Vivía a dos casas de la mía, y fuimos, durante mucho tiempo, junto con Marta, los únicos tres nenes del barrio. Gabriel, Marta y Verónica: los tres mosqueteros del Chaco. Nos encantaba juntar arañas y dejarlas días y semanas en frascos sin agujeros para que se murieran. También nos gustaba hacer tortas de barro y arena, y venderlas en la vereda de la calle a señoras que, por lástima, nos las cambiaban por un peso o un caramelo. Nos gustaba, recuerdo, meternos en el río. El mismo río en el que ahora, desesperado, se hundía aquello que yo no supe distinguir en un principio pero que, según la descripción del video que leí luego, era un viejecito.
Juan Ramón era un jubilado más. La crecida lo agarró, como a tantos, de sorpresa. No alcanzó a sacar los pocos muebles de su casa. Si se llevó, tengo entendido, a su mujer y a su perro a la casa de su cuñada. Volvió unas horas más tarde para buscar cosas como la heladera, la cama, el televisor. Cosas que tenía desde siempre y que, sospechaba, de perderlas las perdería, también, para siempre.
El río ese, que hacía fuerza por llevárselo, y que él combatía sostenido de una rama, aferrado a esa rama como se aferró a su mujer y a Dios el día de la muerte de su hijo, era –entendí que era- el mismo en el que jugábamos, nosotros, los tres mosqueteros.
Gabriel, cerca de los trece años, me había declarado su amor. No lo hizo mediante cartas, como lo hacían los demás chicos de ese tiempo. No. Como todo un hombrecito, se paró frente a mí, bajo la sombra inmóvil de un ombú, y me dijo, con voz alta y segura:
-Vero, vos me gustas. ¿Queres ser mi novia?
Claro que accedí. Claro que sí. Gabriel había sido el amor con el que yo soñaba mientras dormía, mientras andaba en bicicleta, y mientras la maestra explicaba las tablas. Tenía la oportunidad de estar con él. De ser su novia. Ninguno de los dos sabía muy bien lo que eso significaba. Pero no importaba. Seguro era mejor de lo que ya éramos, y eso era, se los aseguro, decir mucho.
No pude creer, y la taza de café se cayó cuando finalmente lo creí, que Gabriel fuera aquél que, con una campera azul hermosa, cruzaba el río nadando para salvar al viejo.
Mi papá trabajó siempre de médico en los pueblos. Le gustaba ese trabajo. Le gustaba Chaco, también. Pero cuando terminé el secundario y tuve que ir a estudiar esa profesión, su profesión, la orden fue clara. O me quedaba y no era nadie. O me iba con ellos, mi familia, a Buenos Aires, y me convertía en médica. El único problema –como me duele llamarlo así ahora- era Gabriel. Separarme de él después de transitar nuestra adolescencia juntos me pareció, cuanto menos, una tragedia.
En el video, el viejo grita y agita las manos. No sabe nadar, o alguna vez lo supo y se olvidó. O tal vez sepa, pero sus brazos no son lo suficientemente fuertes para sostener, en el agua, a flote, el saco de pellejos y huesos que parece ser su cuerpo. Gabriel nada. Veo, en un momento, que tiene un salvavidas en la mano, el cual está sujetado por una soga que sostiene un grupo de hombres y mujeres en la orilla. Llega con mucho esfuerzo hasta el viejo, que se encuentra justo en la mitad del entreverado río. Logra colocarle el salvavidas. Le explica que tiene que soltarse de la rama. El viejo, quizás por única vez en su vida, confía. Se suelta. Los vecinos que sujetan la soga hacen fuerza para que el héroe y la víctima lleguen a la orilla, para que la corriente no se los lleve y sean, en la mañana del día después, dos muertos más en los diarios.
Decidí, en ese momento, lo que cualquier adolescente hubiese decido. O quizás no. Decidí irme. Decidí dejar a Gabriel, en su pueblo. En nuestro pueblo. Me fui un sábado del verano del noventa y siete. Creo que no lo despedí.
Llueve. Una lluvia cae con insistencia, apenas deja ver las escenas del video. El río parece más fuerte y más real de lo que me parecía en la infancia. La gente hace fuerza, pero no logra atraer a los dos cuerpos a la orilla. Se entiende –también por la descripción del video- que la soga que sostiene el salvavidas se está por romper. Sospecho que Gabriel lo supo, y que también supo que un hombre y un anciano eran demasiado peso. Quizás, pienso, por eso decidió soltarse.
En este video, tan reproducido ahora, se puede ver el mismísimo Aqueronte.
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