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El color del amor

¿Quién es ella? Es nueva en el Departamento de Traducción. No puede evitarlo y va siempre que puede a la planta baja para poder mirarla sin que ella se dé cuenta. Ella no se percata, no repara en nadie. Está sentada muy recta frente a su ordenador y trabaja fervientemente. A veces mira a su alrededor, con cuidado y muy seria, parece que está en otro lugar con sus pensamientos, luego prosigue con su trabajo.

Se había enterado de un par de cosas entretanto. Era española y estaba haciendo prácticas en el Departamento de Traducción al Español. Se llamaba María. Era delgada, andaba muy erguida y tenía una mirada a veces un tanto desafiante, como si no quisiera que nadie se le acercara demasiado. Solía ir a la cantina a comer con algunos traductores compañeros de trabajo. La veía reír mientras comía, entonces parecía dulce y tierna. Estaba alegre, aunque a veces se quedaba mirando al horizonte pensativa. ¿Qué ocupaba sus pensamientos?



Pensaba constantemente en ella, en cómo movía sus manos, o en cómo giraba a veces su cabeza hacia un lado, en cómo hablaba, despacio, en su voz suave y, sobre todo, pensaba en su sonrisa, sincera y cálida.



A veces entraba en el departamento y le impresionaba tanto verla que charlaba con todas sus compañeras menos con ella, solo al irse le dirigía una mirada furtiva que al cruzarse con sus oscuros ojos parecía durar una eternidad, cuyo recuerdo revivía una y otra vez. Al día siguiente pasaba otra vez por allí disimuladamente sin atreverse realmente a dar un paso más y sin saber cómo hacer para estar a solas con ella.



Ese día me apetecía estar sola y fui un momento a la cantina a por comida y luego me fui al departamento para seguir trabajando mientras comía tranquilamente. Desde mi escritorio, que estaba al lado de la puerta, podía ver quién iba y venía por el pasillo. Estaba concentrada en la traducción de una carta y de repente estaba allí, no le había oído llegar. Fabio se apoyó en el marco de la puerta y se puso a hablarme. Me daba tanta emoción cada vez que le veía y me había cogido tan de sorpresa que justo en ese momento se me cayó al suelo el trozo de pera que tenía pinchado en el tenedor que iba de camino a mi boca y me sentí muy tonta. Él se rio divertido y probablemente se diera cuenta del efecto que él producía en mí. Mi corazón latía cada vez más deprisa y pensaba que me iba a desmayar. Fue entonces cuando vi aparecer unas pequeñas lucecitas de color azul y rosa que iban y venían de él a mí y de mí hacia él. Parecía como si estuviera alucinando y no sabía muy bien qué era lo que estaba pasando, pues estaba segura de que no estaba soñando. Últimamente veía cosas extrañas, a veces aparecían colores alrededor de las personas, menos mal que no ocurría con mucha frecuencia porque me desconcertaba mucho. Probablemente lo que estaba viendo ahora fuera el color del amor.

Apenas podía contestarle o mantener una conversación con él. Entonces la señora de la limpieza, que venía desde lejos acercándose por el pasillo, empezó a llamarle medio gritando: −¡Fabio, Fabio!, ¿cómo estás? −gritaba desde lejos.

Parecía que le tenía mucho cariño. Sin embargo, él la ignoró e hizo como que no la conocía, ni siquiera se dignó a contestarle. Entonces me di cuenta de que él se avergonzaba de conocer a la señora de la limpieza. Pensé que la pobre señora de la limpieza se habría sentido bastante mal llamándole a gritos por el pasillo para ver cómo Fabio la ignoraba. Él la miró fríamente, luego miró al suelo y, a continuación, prosiguió la conversación conmigo, como si ella fuera aire o no existiera. Me pareció una actitud muy cobarde, pero preferí ignorarlo porque, al fin y al cabo, el amor es ciego. ¿Le importaba entonces mucho lo que la gente opinara de él?

¿Acaso él esperaba de mí que yo le iba a juzgar por tener de vez en cuando una conversación con aquella limpiadora tan amable? Uno ve lo que lleva dentro. Probablemente eso es lo que él hubiera hecho en una situación semejante. Me hubiera juzgado si hubiera tenido amistad con alguien de la limpieza. Esa es una actitud típica de las personas que tienen complejo de inferioridad. Lo que él no sabía es que yo sí tenía amistad con una limpiadora, con la señora que limpiaba las escaleras de mi casa en Madrid.

Se llamaba Conchi. A primera hora de la mañana limpiaba los portales y los cuartos de las basuras y el resto del día trabajaba de dependienta en una panadería. Llevaba gafas de culo de vaso, estaba bizca con los ojos para adentro y curiosamente estaba casada con un señor esmirriado que estaba bizco pero con los ojos para afuera, es decir, un ojo miraba a la derecha y el otro ojo hacia la izquierda. Conchi era gordísima y a su marido, un hombre bajito y enclenque, se lo hubiera llevado por los aires un golpe fuerte de viento. Resultaba bastante cómico verlos juntos. Eran pobres y feos y, sin embargo, quedaba claro a primera vista que eran realmente felices. Porque se querían, podían comer todos los días y porque disfrutaban cuidando a su hija Jacintita que, por aquel entonces, tenía catorce años. Siempre que Conchi limpiaba mi portal nos fumábamos un cigarrillo juntas. Entonces me contaba anécdotas de su vida y me hablaba sobre todo de su hija; Jacintita había tenido todo lo que cualquier niño hubiera podido desear y más. Sus padres eran felices, se querían y la adoraban. Por aquel entonces, Nelson y yo estábamos viviendo en Madrid con las niñas. Mi madre había fallecido en un trágico accidente de tráfico junto con sus otras tres hermanas. Un camión que venía en dirección contraria hizo que sus vidas terminaran repentinamente cuando estaban de viaje hacia los Pirineos donde habían alquilado una cabaña para pasar unos días juntas. Siempre habían estado muy unidas y todos los años hacían una escapadita. Nunca he visto un funeral donde se lloraran tantas lágrimas. Todos los hijos y nietos de las cuatro hermanas, todos sus seres queridos lloraban contagiados de la pena. Lloramos durante días y noches hasta que un día dejamos de llorar. A mí me entró mucha nostalgia de España y decidimos trasladarnos a Madrid después de que Nelson abriera una filial de su propia empresa en Madrid. Por aquel entonces Felicia tenía siete años y Lucille dos. Vivíamos en la avenida de América y las niñas iban al colegio público que había justo en la acera de enfrente. Cada mañana lo único que tenía que hacer para llevar a las niñas al colegio era cruzar la acera. Allí me hice amiga de Cristina. La más pequeña de sus hijas estaba en clase de Lucille y su otra hija era un año menor que Felicia. Me atraía Cristina porque era atrevida y divertida, y porque aunque a veces sus acciones tuvieran un toque patético, parecía no tener límites ni apenas conciencia. Su atrevimiento descarado le permitía hacer en la vida todo aquello que le viniera en gana; desde besarse en el parque con un chico que habíamos conocido en un bar mientras sus hijas jugaban a poca distancia, hasta contarme abiertamente que su marido, a quien conocía desde el instituto, se había quedado impotente de tanto fumar porros. Yo añoraba esa libertad. Solo las personas que se sienten libres hacen lo que les da la gana y no les importan las normas sociales. No tener moral ni apenas normas te da mucha libertad de movimiento. Yo me sentía encarcelada en mi mundo lleno de obligaciones y de “deberías hacer esto y lo otro’, normas y valores, ética y vergüenza. Quería salir de ahí y atreverme a vivir, aunque mis acciones no estuvieran bien vistas. Por eso Cristina me atraía y admiraba su valor para vivir erróneamente en los ojos de la sociedad. Nos quedamos tres años en Madrid y después, una vez de vuelta a Holanda, perdí el contacto con ella entre las ocupaciones diarias y la dejadez. Hubo algunas llamadas telefónicas y luego, poco a poco, no hubo nada más.

Texto agregado el 04-01-2015, y leído por 57 visitantes. (1 voto)


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